Creo que ya les he hablado de algunas de mis andanzas por la capital andaluza, escasas y fugaces, pero intensas y divertidas. Les conté aquello de los paracaidistas de la Feria de Abril, de cómo se llegaba a Sevilla con el traje enfundado en una mano y la esterilla sobre la que dormir en la otra. Si en aquel entonces fuimos paracaidistas de Feria que pisaban la ribera del Guadalquivir por pocas horas para armarse guras del último sábado de pescaito —que a partir de este 2025 volverá al lunes de pescaito por aquello del referéndum sevillano—, ahora sería un paracaidista que aterriza a obre la chimenea de la Giralda. Cayendo a plomo a modo de Papá Noel navideño que en vez de una Coca Cola pide una Cruz Campo fresquita en el bar de la esquina dejando el trabajo gordo a los insuperables Reyes Magos.
Llegando a un Triana abarrotado en el que aparcar es misión imposible. Paseando embobado por las callejuelas de edificios singulares donde las luces de Navidad destellan sobre el empedrado de la ciudad centenaria. Disfrutando de la sevillanía pura, de los acordes de guitarra que salen de cada taberna, llegando al epicentro del colegueo máximo de mano de la mejor cerveza que se puede tomar uno.
Apoyándose en la farándula de un tipo de apellido Saavedra que se pasea por allí con un solo diente, guitarrita en mano y con un arte que ni en los teatros de la capital. Alucinando con la magia de El Potro para ser el foco en los bares que dice no conocer de su Sevilla natal.
Aprendiendo de la mano izquierda del JuanDe con los desconocidos patrios. Poniéndose al día con El Aragón —que no el capitán Juan Carlos— al borde del primer gintonic. Cantando chirigotas sin sordina por falta de arte para acompasar al flamenco que se respira en la, ahora fría, capital andaluza.
Esos juntan los taburetes con el grupo de chicas que coincide en el poyete de al lado y siguen sus conversaciones como si se conocieran, dando por hecho que el contexto está dado. Ven desaparecer al Huesos tras la marcha de las mismas. Asoman la cabeza para pedir otra ronda hasta que el camarero la niega. Ese, el momento del cierre del bareto, es el instante de la inspiración divina para elegir el siguiente alto en el camino, que llega tras un paseo por la ciudad de las mil caras.
Acaban en un pub que parece venir referenciado en el folleto estrella de las agencias de viajes de Nueva Delhi. Piden copas cuya tónica abre El Mosca con los dientes a falta del despacho de la camarera de ojos bonitos. Se echan las risas padre y, cuando les vuelven a decir que eso ya se acaba, terminan dirigiéndose al amparo de la amabilidad de El Almendros, que los cuela —copa incluida— en la discoteca que lleva el nombre de aquel emperador romano que volvió a poner de moda los Juegos en el Coliseo, Calígula.
Esos mismos acaban fumándose un puro frente a la puerta de Calígula como señores de la noche sevillana, a la lumbre de las palmas con gracia y el cante con sentimiento ofrecidos por Miguel Carrasco, que andaba por allí deslizando que acostarse a esas horas era para gente sin arte.
Terminan apoyados en un coche, descojonándose de lo que había pasado dentro de la sala. Agolpando el coche del Camacho para atracar a mano armada el burguer de la Plaza de Armas. Terminando la noche por bulerías de la gran acogida sevillana, sintiéndose como en casa propia en el piso que hospitalariamente te ha dejado un gran colega. Disfrutando de Sevilla en Navidad.