Paracaidistas de Feria

Maleta en mano, traje enfundado en la otra. La esterilla, sobre la que dormir en un salón abarrotado, sujetada a duras penas entre el brazo y el cuerpo. Estampa de paracaidista de Feria de abril, recién llegado de Sevillanas, turista de proximidad sanguínea. Andas por Sevilla bajo un sol que ya se ha enterado que es tiempo de Feria, cruzas la acera de Virgen de Luján, en pleno barrio de Los Remedios, para llegar a la zona que amablemente ha otorgado esa ciudad tan luminosa a la, todavía fresca, sombra del mes de abril.

El reloj ya marca la hora de la Cruz Campo fresquita pero aún tienes que andar algunos minutos hasta casa de tu colega si es que has tenido suerte a la hora de aparcar. Llegar a ese piso de estudiantes de fuera que hicieron de Sevilla su patio de estudios, de Los Remedios su lugar de reunión y de los intensos días de Feria su particular recreo que se convirtió en su segunda semana favorita del año —la primera es Semana Santa y si no que me lleven la contraria después de lanzar un izquierdo al comenzar la sevillana—.

Aquel piso en el que se duerme poco y mal, refugio de amigos íntimos que viven fuera y que quieren aterrizar en el albero del Real. Casa común de los sevillanos que han nacido en cualquier otro lugar que no sea Sevilla. Embajada de la convivencia improvisada, descansillo previo a cruzar el portal, que es cuando empieza aquello de la Feria, la ‘Noche del Pescaito’ y las casetas en las que entrar si es que conoces a alguien y en las que te intentas colar si es que no.

Así comienza el sábado, con ese paso del portal a la calle y de la calle al bar de la esquina en el que ya se oyen cantes y huele a pescaito. Ahí donde la terraza cuenta historietas y consuma reencuentros al ritmo de un soniquete de guitarra que sale por la ventana de aquel local rezumante de arte gracias a tres amigos que deben ser de Sevilla y han decidido empezar su sábado de pescaito con un cajón flamenco y cuatro acordes a la hora de comer.

Ahí comienza la traca, los brindis, los planes y el vámonos que hay que freír dos kilos de pescao. La rumbita y la organización desorganizada. El paseo previo por el Real y la llegada a la casa de aquellos que abren sus puertas para que el comienzo de la Feria se dé sede entre las bambalinas de su hogar. Que corra el rebujito y se pasen las tapas. Que llegue la gente, sibaritas momentáneos, como un pincel, sin descuidar detalle que aporte a la vestimenta, o al outfit que se dice ahora.

Y que se vayan, al cabo de las horas, bien comidos y bebidos, empachados de risas y con ganas de más, a que les amamante el Real y el albero. Que se harten de tierra y de bailar sevillanas. De enamorarse a cada chica que pasa. De pasárselo bien y valorar el arte de Sevilla para que vuelvan, después de quedarse todo lo que puedan, a aterrizar esos paracaidistas de Feria en el albero Del Real el año que viene y disfruten de Sevilla, casi tanto o lo mismo si se puede, como los que han nacido bajo la sombra de la Torre del Oro.

Paco Cobos Periodista

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