Me pregunto qué harán las personas que se encuentran un viernes por la tarde en una biblioteca de la capital. En una de techos altos adornados de tragaluces extraños que apenas proyectan luz. Repletas de estanterías nobles y llenas de aparente sabiduría.
¿Estudiarán oposiciones? Los opositores no sueltan el libro ni en agosto. No cantan canciones de verano sino temas subrayados en fosforito. No avistan playas ni mar sino escritorios llenos de papeles a la luz de un flexo. Y, si lo hacen, eso de avistar el mar, descubren artículos del Código Civil —o aquello que sea lo que estudien— tras la espuma que dejan las olas.
Pero a mí no me lo parecen. Me parecen personas tan enfrascadas en sus asuntos que quizás ni si quiera se hayan dado cuenta de que ya ha entrado la segunda quincena de agosto. Personas sin calendario ni reloj que viven en un lunes constante. Inmóviles y perennes estampas que acuden asiduamente por mera costumbre. Que huyen de las altas temperaturas de las terrazas de los bares para refugiarse a la sombra del estudio. Personas que no se imaginan que ya ha comenzado la vendimia de Montilla-Moriles.
Pero yo, que he llegado aquí como el que no quiere la cosa, esperando un tren que me lleve desde la biblioteca hasta el campo, sí sé que ya se corta la vid con la navajilla del año en que ganamos la primera Eurocopa. Que el sinfin transporta gentilmente la uva hacia la moledora. Que las prensas ya trabajan a toda máquina en la Finca La Cañada. Que los caldos montillanos comienza su crianza para algún día convertirse en adultos de cuerpo robusto. Que los catavinos ya esperan ansiosos y vacíos su Fresquito de Tinaja.
Y, en esa especial ‘vuelta al cole’ de nuestra tierra, me imagino que la biblioteca noble de altos techos y sabiondos libros no se encuentra en la Calle Atocha y sí allí donde el campo. Donde eso, que los pijos ahora llaman skyline y que siempre se llamó paisaje, deja de ser urbano para morir en una cepa en vaso que se aleja en el horizonte. Donde el asfalto se retira con esmero para dar paso a esa tierra albariza que consigue estar fresca bajo un sol abrasador. Donde es obligatorio descalzarse para que la piel sienta la arena montillana.
Avanzo en mi fantasía, recorro mi sueño desprovisto de hormigón, me apalanco en el atardecer eterno que sólo la campiña ofrece. La puerta ya no es de cristal. La madera de siglos guarda la biblioteca, que ahora es un lagar. Y yo, sin prisa pero sin pausa, me preparo para una caminata hasta la estación que, imagino, se hará larga porque la maleta encallará en cada una de los altibajos del terreno. Arranco ahora en mi viaje para que la visión llegue a ser real. Me propongo llegar a tiempo en lo que dura este escrito.
Ya saboreo el vino. Me arrastra el calostro del campo veraniego. Veo la alberca llena de agua sobre la que se posa un mosquito. Bebo de la fuente de al lado que por alguna razón en mi mente no está seca. Bebo agua pero prefiero seguir saboreando el vino. Llego, veo a hombres
sudando la gota gorda, cargando esportones llenos de vid sobre el hombro. Olé vosotros, les digo, a sabiendas de que paguen lo que les paguen es poco. De que hacen un trabajo ya olvidado para muchos, fuera del horizonte profesional para la mayoría. Y tan necesario para nuestra tierra.
Me siento con ellos a tomar una copa de vino. La alzo como el que quiere ver mejor la pureza de su tesoro. Me olvido de la biblioteca. Admiro la sapiencia de la tierra. Me arrastra el campo. Sol, sombrero de paja, olor a vino temprano. Vendimia. Verano.