Crecer, madurar, hacerse mayor. Ese proceso biológico inevitable con el que convivimos. Es ley de vida. Cumplir años no es un castigo sino una virtud. La condena es percatarse de ello. Darse cuenta de que las resacas ya no duran dos sorbos de agua y que tus planes son más de tarde que de noche.

Pensarán las personas de mediana edad que se miran al espejo cada mañana y se dicen a sí
mismo ¡Pero si estoy hecho un chaval! Que estoy loco. Que cómo puede hablar de hacerse mayor un chaval que todavía, por tener, no tiene ni barba. Y no me cabe ninguna duda de que tengan razón al criticar mi falta de rigor, es más, loco es lo más suave que me podrán decir.

Quizás sea yo mismo el que, dentro de unos años, lea este artículo por pura nostalgia y piense que además de barba, lo que me faltaba era un hervor.

Pero sí que pienso que las etapas se queman. Que el salir tres días por semana ya no se estila
cuando tienes que empezar a labrarte un futuro. Que faltar a primera hora del viernes o llegar de empalme pasa factura al final del cuatrimestre y que llega un momento en el que el gran hermano mayor de la responsabilidad toca a tu puerta con sus colegas trabajo y TFG para darte más hostias de las que Apolo le dio a Rocky en la primera película.

La etapa universitaria consta, a mi juicio, de dos fases ineludibles para todo joven que pasa de
una ciudad tranquila y controlada de lunes a viernes, como puede ser Montilla, a otra en la que el desorden y el libertinaje están a la orden del día. Esos lugares donde las discotecas abren los martes y la luna es capaz de eclipsar al sol semana tras semana.

Entregándose a la noche y a la novedad comienzan aquellos que apenas cuentan con unos
meses de experiencia en la mayoría de edad o, que, ¡Ay de ellos! Ni si quiera los han cumplido y siguen buscándose la vida con el DNI caducado de su colega. No hace tanto que mi generación se encontraba inmersa en esa etapa en la que se aprende a lo que sabe el alcohol, el humo, la ceniza y las noches furtivas en antros de mala muerte y lo que queda después del alcohol, el humo, la ceniza y las noches furtivas.

Esa en la que uno se cultiva en el noble arte de la nocturnidad y en la que se aprecia que las
malas compañías pueden no ser tan malas y que los antros, con la mirada adecuada, pueden
llegar a ser los nuevos Kapital o Pachá. Aquella en la que se acumulan experiencias y aprendizajes que se almacenan en una batería con forma de depósito sin fondo, que se llama
memoria, y que siempre servirán para escribir un par de líneas que no te avergüencen demasiado.

En ese sentido, si Sabina siempre quiso envejecer sin dignidad, yo quise hacerlo sin madurar. Ser un niño viejo. Con el humor y las ganas del que acaba de llegar. Pero el cruel paso del tiempo y los acontecimientos en los que la vida te pone en tu sitio, acompañado del sueño de comerse el mundo que tiene cualquier chico de provincia, conllevan, inevitablemente, el comprometido paso de madurar.

Y ya no somos los que éramos. Ahora nuestro puesto lo han ocupado con entusiasmo y absoluta legitimidad los chicos de 16, 17 o 18 años que ahora llenan la Plaza de la Rosa los días que el ambiente y la atmósfera se lo permiten. Y mientras que ellos van a La Consentida, nosotros vamos a Jarata. Que puede parecer lo mismo, pero son tan dispares como el agua y el aceite, lo que indica que, un poco sí, nos estamos haciendo mayores.

Paco Cobos

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