A mis casi setenta y dos años, siento languidecer mis ganas, mis fuerzas y sobre todo la ilusión que me ha mantenido siempre activa desde que el uso de razón me acompaña. Pienso que se me va la vida, suavemente, o que instintivamente, yo la abandono a ella. A estas alturas, no tengo muy claro, si la vida es quien me abandonará o yo la abandonaré a ella. Pero todavía aguanto. Es ese instinto de supervivencia el que aún me sostiene, o quizá, en mi interior, no deseo dejarme caer.
Siempre me acompaña la duda metafísica de que es la vida y cuál es su sentido. No creo que el objetivo último sea la procreación. Hay algo más que, aún hoy, en las postrimerías de la vida, no he podido descubrir.
Sea como fuere, nunca pensé llegar tan lejos con mi vida, creí que me desharía de ella, o ella de mí, mucho antes, a los sesenta, o como mi madre a los sesenta y seis, pero no, ni la vida me deja ni yo tampoco a ella. He llegado a esa zona de confort, de haber hecho las paces con mi vida, y ya nos entendemos ella y yo.
No ha sido cuestión fácil llegar a ese entendimiento vital, porque, a veces, mi yo, quería una cosa y la vida otra. Una lucha casi continúa, a ratos sin piedad, entre ella y yo. Ahora me doy cuenta de que no ha habido vencedores ni vencidos, al final las dos aprendimos una de la otra y creo que nos complementamos. Mi yo, aprendió mucho de mi vida. Lo reconozco.
Mirando hacia atrás, con la perspectiva que dan los años, recuerdo mi infancia junto a mi abuela materna, ejemplo de sabiduría natural, gracia, empatía y generosidad.
Evidentemente había más personas acompañándome en esa fase inicial de mi vida, pero hoy solo puedo recordar con nitidez a esa abuela, casi madre, de la que tanto aprendí, sin apenas pretender enseñarme nada. Porque se aprende con los gestos, que otros prefieren llamar hechos. La palabra es un medio, nunca la esencia del aprendizaje.
Y de mi abuela, reina de la paciencia, soberana de la generosidad, socorro de los atribulados, economista sin título, grande de corazón y fortaleza inquebrantable, aprendí que la vida es lucha, que esa es al fin y al cabo la esencia de la vida, una lucha continua y solapada, que a veces no comprendemos, que por no entender no sabemos a fe cierta, de donde venimos ni adónde vamos, pero es un ten con ten entre la vida incierta y tu misma, donde simplemente luchas para sobrevivir, porque lo importante, es seguir viviendo después de la vida, pues según mi abuela, ese día en que abandonara la vida o la vida a ella, por fin descansaría.
Luchar para sobrevivir a la vida, que gran reflexión, luchar para llegar a tu destino, que se materializará después de la muerte, se supone que la vida es solo un paso para el descanso eterno. Eso espero, porque de lucha estoy servida.
Mi adolescencia, desde mi visión septuagenaria, fue luces y sombras, unos días de tormenta y otros de sol radiante. ¡ Ay, la adolescencia¡, que edad más incomprendida, que lucha entre mi yo y la vida, entre lo que deseo y no puedo, siempre la incertidumbre de querer y poder, la duda sobre lo hecho, el arrepentimiento por lo dejado de hacer, las hormonas que no controlo, el futuro que no me interesa y el presente que me asfixia con sus normas y mis ansias de libertad que no consigo. Siento la incomprensión de los mayores.
Es una lucha constante y feroz que muchas veces sientes que te ahoga, pero tu luchas, tienes que seguir luchando para sobrevivir a esos años, para llegar a tu destino, ese que la vida te tiene trazado, del que tu nada sabes y al que poco le puedes modificar. Nadie se hace a sí mismo, la vida, tu vida es un plan trazado y te va a llevar a donde ella quiera, a ese destino ignoto, solo te va a quedar poco margen de maniobra, esa será tu lucha, convencer a la vida de que te lleve al destino que tu deseas, pero al final ella te llevara al que quiera. La libertad para elegir vida es una falacia, la vida te lleva a tu destino incierto. Poco puedes hacer contra ella, esa es la lucha.
En la primera juventud, ya me voy enterando de lo que quiero y no puedo, de lo que debo y no, controlo mis accesos hormonales y pienso algo en el futuro. Tengo consciencia de que tendré que trabajar, y eso me aterra, no tengo ni idea de cómo ni si sabré hacer algo. No estoy muy segura de nada.
En este momento, estudio dentro de un plan ideado por otros a los que no conozco ni me conocen, no saben de mi capacidad, ni yo tampoco, a ver qué pasa, de momento es obligatorio hasta un tiempo. Ya pensaré.
Los padres de mis compañeras sueñan con la universidad como si fueran ellos mismos a matricularse, solo les hablan de carreras, opciones, y futuro. Mis padres no piensan así. Todo eso le suena a algo ajeno. Hablo con mis amigas y les agobia no poder llegar a esas expectativas tan altas de sus progenitores para con ellas.
Yo sí decido no estudiar pues a la casa, a aprender a ser una buena ama de casa, pero yo no quiero ser solo ama de casa. Lo tengo regular, mi madre es enemiga de libros y estudios. A mí me gusta saber cosas, todo el dinero que me regalan va a comprar libros. Me encantan las historias que cuentan. Me gusta el colegio, Me interesa aprender todo lo que me enseñan, da igual ciencias o letras. Disfruto esta etapa de colegio.
Finalmente, a pesar de mis extraordinarias notas, mi madre y solo ella, decide que dejo los estudios. A los diez años esa actitud es incomprensible, a mi padre le da lo mismo y me fastidian porque quiero seguir con mis estudios.
La vida me lleva a un destino que no quiero, y me disgusto con ella y lucho por ir hacia donde yo quiero, aunque la vida quiera algo distinto. Mi lucha fue llanto y amargura, sentí la incomprensión y el egoísmo , la sinrazón y me rebelé pensando que mi batalla con la vida era inútil. Pero no, la vida me escuchó, sintió pena de mi lucha por aprender y movió los hilos adecuados para que al fin pudiera seguir el camino que yo quería, quiso entender lo que luche por él y por ello, me permitió terminar los primeros estudios, mi ansiado bachillerato.
Pero la vida, no cejaba en su empeño, no quería lo que yo ansiaba, mi destino, trazado por ella, era ser ama de casa.
En mi segunda juventud, me ganó la batalla. Consiguió que dejara mis estudios para ser ama de casa y madre, símbolo de felicidad en los años en que vivía, y sin duda fueron y, aún hoy, son momentos inolvidables, llenos de amor y comprensión, de ternura y pasión, una vida, para muchas personas de la época, plena. Pero soy rebelde por naturaleza. Insistí en ir hacia el destino que yo había trazado opuesto al del marcado por la vida.
Luche nadie sabe cuánto, días de trabajo sin apenas descanso, noches de estudio continuadas, enfermedades de niños, médicos, colegios, reuniones, eso que llamamos casa y que es un trabajo sin fin, comida, limpieza, recoger, lavar, planchar, ayudar a los niños en su aprendizaje, educarlos y vuelta a empezar. Siempre igual. No sé hoy de donde saqué tanta fortaleza para seguir con mi destino, el mío, pero lo hice. Termine mi carrera universitaria.
Entiendo, que la vida observó mi lucha de esfuerzo y trabajo desmedido y permitió que ese pequeño margen de maniobra que tenemos los seres humanos para dirigir nuestra vida se hiciera efectivo en mi persona. Podía haber caído enferma, o enfermar alguno de mis hijos, o mi esposo, hay muchas cosas malas en este mundo, que le pueden ocurrir a cualquiera persona, sin excepción. Pero la vida me permitió realizar mi sueño, el que desde niña me marcaba otro camino al trazado por ella.
Ese conseguir ser yo, en el sentido de poder ser lo que quería ser, fue una carga de energía tan grande, que me permitió ser, una buena profesional y terminar mi ciclo laboral con honradez, orgullo y satisfacción.
Por eso decía, que la vida y yo, nos llevamos bien, hemos luchado cada cual con su idea de lo que tenía que ser mi vida, pero al final ganamos las dos, porque logré ser esposa y madre, administrar y gestionar mis deberes para con mi familia y pude ejercer una profesión durante cuarenta años. De ambas cosas me siento orgullosa. Espero que la vida también lo esté.
No ha habido vencedores ni vencidos, mi vida y yo, somo dos ganadoras.