¡Abuelo ya llega papá!, ¡Vamos a verlo!
Paco había sentido un tirón a la altura del muslo, era su nieto, él lo llama pequeñajo, vestido con túnica y sudario morado. Es viernes Santo. Hace unos 25 grados, el sol, imponente, brilla sin que ninguna nube se atreva a cubrirlo. Lo que decía el niño era cierto, los tambores y trompetas de la Centuria Romana Munda resonaban en toda la calle Gran Capitán, habría jurado que se podían escuchar en San Agustín.
Paco, en traje y corbata morada, había renunciado a alumbrar este año a su querido Jesús Nazareno porque quería vivir un Viernes Santo con su nieto. Terminó la copa de vino del Bar Palacio, jugueteó con el pequeño y lo cogió en brazos para poder alzarlo entre el pueblo montillano y que el crío pudiera ver el paso. Sabía que el niño tenía calor y que el cordón le molestaba, pero cada vez que le decía de quitárselo él se negaba, decía: “así lo lleva papá”.
Habían sido siete días intensos, la Semana Santa montillana había vuelto después de dos años de pandemia y la espera había merecido la pena. Las mismas marchas militares de los romanos habían anunciado que ya era Viernes de Dolores hacía una semana, desde entonces el olor a incienso había impregnado las calles de nuestra localidad.
Habíamos visto a los chicos de los Salesianos sacar La Borriquita entre palmas blancas y ramas de olivo. Esa misma tarde de Domingo de Ramos, La Juventud nos deleitó meciendo el trono entre levantá’ y levantá’ .
Llegó el Lunes Santo y, con él, el momento de las mujeres de la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno, El Perdón había salido con paso solemne, en la oscuridad, alumbrado por sus nazarenos de túnica negra y capirote morado.
Elegancia, ese es el concepto que asaltó mi mente presenciando la estación de penitencia mientras las cornetas de La Unión hacen sobresaltar mi corazón y el ritmo del tambor se apodera de mi alma.
El Martes Santo el ambiente cofrade invade la ciudad, tres son las procesiones que coinciden en las calles montillanas. El Zacatecas, que parte de la Parroquia de Santiago, es escoltado por sus fieles militares por la Calle Iglesia. En los breves momentos en los que la banda se prepara para comenzar una nueva marcha, se escucha el chac-chac de los fusiles, agitados por los militares en su Paso Regular.
No muy lejos, en Santa Ana elevan los costaleros al señor de la Santa Cena por encima de la cabeza, ahora sin apóstoles, como antes, volviendo a sus raíces. Le sigue La Estrella, que nos conmueve con sus lágrimas, una madre doliente, sufriendo por su hijo.
Después de presenciar la procesión de la hermandad vinculada al mundo vinícola, si tienes suerte, puedes haber encontrado un sitio a las puertas de la Parroquia del Santo para presenciar la entrada de La Humildad y La Caridad, hermanos agachados, a costal, con la cabeza a pocos palmos del suelo, se puede sentir el dolor desde fuera de los respiraderos. Se encierra la procesión. La muchedumbre rompe en aplausos.
-Pam, pa-ra-pam, pam, pa-ram- una fila de incontables nazarenos acompaña al Cristo del Amor durante la estación de penitencia el Miércoles Santo. Silencio, respeto y oración. -Pam, pa-ra-pam- Las 14 estaciones del Vía Crucis son seguidas por los montillanos, el sentimiento de hermandad invade a los religiosos que oran frente a Jesús muerto en la cruz. No había grandes marchas ni jolgorio entre el gentío, en la calle solo se escuchaban los golpes intermitentes de un único tambor ronco que marcaba el ritmo: pam, pa-ra-pam, pam, pa-ram.
El Jueves Santo se vive en la Plaza de la Rosa, frente a la Ermita, por la tarde, esperando la salida de El Prendimiento, son cuatro los pasos de los que consta la procesión. Entra en escena Jesús Orando en el Huerto, que encabeza el cortejo. Los romanos y Judas prenden a Jesús, se representa el momento en el que Jesús es vendido por 30 monedas de plata a manos de su apóstol. Jesús Preso, El Santísimo Cristo de la Columna y La Virgen de la Esperanza cierran la procesión.
El día no ha terminado, llega la madrugá’ y con ella, en la oscuridad, el Cristo de la Misericordia es izado en su trono en el Llanete de la Cruz. Le sigue La Virgen de la Amargura. Los fieles siguen a las figuras realizando un Vía Crucis, es momento de oración. Volvemos a escuchar el tambor: pam, pa-ra-pam, pam, pa-ram.
Sin mucho tiempo para descansar, el día más importante del año de nuestra localidad ha llegado, es Viernes Santo montillano. A las 9 de la mañana, casi a ras de suelo, sujetados por las cuerdas que unen los brazos de los costaleros con los brazos del trono salen los pasos de la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno.
Encabeza la procesión El Rescatao’ al ritmo de la Centuria Romana Munda, el buen ambiente se hace notar. Durante el año son conocidos o amigos, hoy son hermanos. Le sigue Nuestro Padre Jesús Nazareno, que lleva más de cuatro siglos bendiciendo al campo y pueblo montillano, efectivamente es, nuestro padre. El Cristo de la Yedra y La Virgen de los Dolores cierran el cortejo al suave ritmo de La Pascual Martina, ese ritmo que te hace sentir cómo se mece el paso, como si lo llevaras con tu propio hombro. Al llegar al paseo de abajo, uno de los momentos más emocionantes de nuestra Semana Santa, la bendición. Nuestro Padre Jesús Nazareno y María Santísima de los Dolores bendicen los campos montillanos y a su pueblo.
La tarde es para El Descendimiento, el paso dorado, el que se mece como si levitara, el que siempre lleva una de las mejores bandas para que se nos escuche en toda Andalucía. Poco después, se escuchan, con tono bajo, marchas fúnebres. Jesús ha subido a los cielos.
Yace en el ataúd de cristal del Santo Entierro. Por adelantado, los chicos de la hermandad llevan a San Juan y para cerrar la estación de penitencia, una madre desolada, abatida, que llora la muerte de su hijo, La Virgen de la Soledad.
El sábado de Gloria, silencio y calles vacías. El domingo es día de regocijo, Dios ha resucitado. Así lo representa El Resucitado, triunfante. Las Tres Marías se reencuentran con el Señor y Nuestra Señora de la Paz cierra la procesión y, con ella, la Semana Santa montillana, que nos vuelve a emocionar después de dos años sin ella.
Dos semanas, 14 días, 336 horas. Eso es lo que queda para volver a sumergirnos en una vorágine de emoción, oración y orgullo. Es el período que debemos esperar para retroceder en el tiempo, como si la aguja de un reloj que gira a la izquierda se tratase, a cuando una pandemia no nos había encerrado en nuestras casas, cuando no sabíamos lo vulnerables que éramos y podíamos dejar escapar una lágrima de emoción al ver nuestra imagen.
Dentro de 14 días volveremos a sentir lo que se nos ha privado durante dos años, será un retorno y un avance al mismo tiempo.
Paco Cobos