
En los Madriles las semanas se hacen intensas, largas y cortas al mismo tiempo, llenas de conversaciones interesantes y a la orden del día. Hasta la bola de encuentros de viejos y nuevos amigos, de cervezas interminables, de los martes locos o los juernes tontos. Son las semanas que comienzan y acaban en el mismo sitio, son las semanas a la lumbre de La Caleta. Ese bareto andaluz que hace referencia a la reconocida playa y protagonista del relato propio de mi tacita de plata libertad, que, si es que me han leído un par de veces, saben que me refiero a Cádiz.
Esa que montó un pavo de Pozoblanco antes de que yo estuviese pensado. Esa en la que los del sur nos sentimos en casa, en la que el hermano de Elías —el boss del lugar—, Pedro, te convence de dejar la copa dentro si es que sales a fumar a cambio de un indescifrable truco de magia. Esa en la que se reúnen los amigos que saben que se encontrarán sin necesidad de fijar hora ni sitio, sin necesidad de quedar.
Esa taberna parida de las entrañas de Andalucía en la que me ganó un camarero madrileño de padre sevillano de nacimiento que se crió en Extremadura. Hijo de un hombre que se encontró con la madre de sus hijos en una conquense que se ancó en Madrid. Ese camarero de confianza que te pone la copa antes de que la pidas. Ese al que le pides un par de cervezas y te pone tres por defecto, como si hubiera adivinado el dedo que instantes después posa tu colega en tu espalda. “Pídeme una anda”, a lo que tú ya puedes responder: “Está pedida campeón”. Y se la
entregas como si el de los superpoderes fueras tú y no Javi, aquel que se apoya en el otro lado de la barra, que lleva 15 años perfeccionando ese arte de asimilarse al local y es más andaluz que muchos que han nacido a orillas del Guadalquivir.
Le entregas la cerveza en ese bar al que has llegado respondiendo con una sola palabra al whats de tu colega que te dice que si os veis: Caletaso. “En 20 minutos”, puedes añadir si es que sientes la necesidad de especificar lo que ambos ya sabéis. En ese bar en el que se conocen personas interesantes, en el que el cajón flamenco aguarda su momento desde encima de la estantería. El supervisado por las bufandas de los equipos andaluces, entre las que reina la bufanda amarilla y verde del Montilla C.F.
El colmado de detalles hasta la saciedad, de fotos de personajes famosos que se han apeado en torno a la calidez que ofrece la CruzCampo fresquita, de las carcajadas improvisadas y de los comentarios en el momento justo de Javi. De los himnos míticos que parece haber escrito el Bizcocho para esa chirigota sevillana que no valoran en las Carnavales del Falla. De los partidos memorables y del flamenco que sucede a la derrota, al empate o, en el mejor de los casos, a la victoria que te permite justificar la última ronda.
Les dejo, que he quedado. Ya saben donde encontrarme: a la lumbre del Caletaso montillano.
