Ya huele a feria. La Feria de Córdoba y el mayo cordobés

Se encendieron las bombillas del alumbrado pontanés en la portada de la feria y comenzó así el culmen de nuestro afamado y querido mayo cordobés.

Ser cordobés ya es algo de lo que dar gracias durante el año, pues incluso en los momentos de calor y sudor en los que el sol nos acosa los meses de verano, somos acosados por el clima al mismo tiempo que nos tomamos una cerveza y un gazpacho fresquito, porque, digan lo que digan los norteños (probablemente todo aquel que se atreva a pasar Despeñaperros) cuando mejor sabe la cerveza es cuando el termómetro marca los cuarenta.

Sin embargo, qué mejor momento que darnos cuenta del arte de nuestra tierra que en el mes de mayo, cuando el campo florece y nuestra gente sale a la calle para disfrutar de lo mejor que tenemos: Córdoba. Y es que ya lo decía nuestro compatriota Luis de Góngora con ese “oh patria, oh flor de España”.

La grandeza de la Feria de Córdoba es tal que, cual costalero en el mes de abril, llevamos ensayando las últimas semanas para que no se te atraganten los lances definitivos en la cuarta mirando cara a cara a esa gitana. Porque, como en la sevillana de Requiebros, el mayo cordobés tiene cuatro semanas, cuatro series que terminan en esa cuarta a la que llegamos exhaustos, en la que nuestro cuerpo nos pide un sorbo de rebujito y nuestra alma seguir bailando cara a cara hasta enamorar a la chica. Porque se pueden bailar sevillanas con conocimiento y se pueden bailar sevillanas con arte, yo me quedo con la segunda, aunque no posea ni la una ni la otra.

Yo me quedo con la sevillana que bailan tus padres con un par de copas en la caseta, esa de gin-tonic y cigarro en mano, esa en la que poco me importa ya hacer el ridículo, esa de mirada intensa en las que enamora la persona y no el baile.

Todo comienza un viernes del primer fin de semana de mayo en el que sale el sol y el pitido del despertador te suena a una canción del Duende Callejero y la vibración del móvil, esa que normalmente te taladra la cabeza hasta que te despiertas de mal humor, repiquetea como si de las palmas de gente con arte se tratasen.

Ese día das un salto de la cama, te pones una camisa fresquita y las gafas de sol y ya has entrado en esa dinámica de buenrrollismo que te acompaña todo el mes.

Esos días en los que caminas por la Cuesta del Bailío y las jarras de rebujito se piden a pares al son de palmas y risas desenfadadas. Se suceden pues las noches de insomnio selectivo y los días de patios en los que las macetas azules, las gitanillas, los geranios y los claveles forman un baile cromático que resalta sobre la pared blanca.

Y, sin darte cuenta, después de un mes escuchando eso de ya huele a feria ha llegado el momento, la hora de saltar al albero y darlo todo en el campo. El momento decisivo, una final en toda regla, esa en la que El Arenal es el Estadio y tus colegas tu once de gala, ese que respeta a las vacas sagradas del vestuario. Ahí, en el minuto uno, comprendes que lo de que las cordobesas son las más guapas de España no es un mito y si lo es, se trata de una leyenda muy real.

Esa cordobesa vestida de gitana que te mira mientras baila sevillanas, esa es la peor hechicera que existe en la vida terrenal y su brujería la más eficaz jamás utilizada.

Así pues, el que no quiera enamorarse que no visite la Judería ni la Mezquita, el que no quiera enamorarse que no mire a una cordobesa vestida de gitana, el que no quiera enamorarse que no viva el mayo cordobés.

Francisco S. Cobos

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