
Madrid tiene algo de mágico cuando el abandono de la misma llega por bulerías. Por la alegría misma de los que arman la maleta para bajarse a sus ciudades de origen. Esas maletas se encuentran parapetadas de horas de trabajo, de jornadas interminables, de exámenes superados. De noches de copas, de humo y de ceniza; y de lo que queda tras las noches de copas, de humo y de ceniza. De sueños con los que tirar para arriba y para abajo. De ilusiones navideñas encerradas en los encuentros familiares. De décimos de lotería cuyos premios ausentes no financian ni las pipas del partido del domingo.
Esos días, la capital se convierte en una ciudad de maletas rodantes con destino a casa. Decía Kapuscinski en ‘Un día más con vida’ que Luanda se convirtió en una ciudad de cajas de madera que se alejaban en el horizonte flotando sobre los barcos portugueses que protagonizaron el éxodo blanco cuando la revolución angoleña acabó con su estatus de colonia.
Es la imagen que Madrid da cada Navidad, cada verano. Kapuscinski se hubiese sorprendido tomando un café en la terraza del Riaño un 20 de diciembre, hubiese escrito que nunca había visto nada igual con el éxodo de los madrileños que no han nacido en Madrid. Con los metros hasta arriba en los que hay más maletas que personas. Con las filas interminables de coches que se agolpan en la M-30.

Algunos de esos coches viajan hacia Montilla llenos de colegas que lidian con la resaca que les ha dejado la cena de empresa del día anterior. Esos llegan directos al Día del Socio del Casino Montillano y celebran encontrarse con su familia cerveza en mano. Apuran las conversaciones pendientes, aprovechan para pedir consejos laborales a los ya más que veteranos, se recrean en las risas infinitas de las historias memorables mientras se corea el estallido de las copas en el suelo.
Piden dos gin tonics —uno para ellos y el otro para el que lo quiera— a las puertas del mentidero que repasa la actualidad nacional, los avances de los unos y los otros, las relaciones nacientes, los propósitos por cumplir del año venidero. Observan los bailes de los familiares con arte oculto, cantan las canciones con dejes navideños de Menta y Limón.

Esos acaban en Envidarte a la sombra de un astronauta gigante en forma de globo colocado por los que se han atrevido a proponer algo diferente en Montilla para suerte de los disfrutones patrios. Gozan de la fiesta de pueblo más que de la fiesta capital. Pierden la cuenta de los tickets —a 7 pavos la copa— que piden con los de siempre, con los que no perdonan y se quedan hasta última hora.
Se descojonan con la performance de los monos de blanco que parecen sacados del Planeta de los Simios, con los transformers que interrumpen las charlas a gritos que ponen al día a esos colegas que no ves desde hace meses. Esos zanjan la noche con un sombrero mexicano, levantando en alto el fular como si fuera la bufanda de la decimoquinta champions, cantando convencidos aquello del ‘sólo se vive una vez’.
