Renegar de nuestra historia, la tara de una generación impersonal

Año tras año, las velas de la tarta se han ido soplando hasta encontrar la segunda mitad del siglo XXI. El tiempo ha pasado y Juan, uno de esos agraciados que se han podido jubilar no muy lejos de los 70, se ha decidido a volver a la tierra donde nació. Apenas rozaba los 12 años de edad cuando sus padres, agobiados por las deudas, dejaron atrás la cálida ribera del Guadalquivir por uno de esos fríos países nórdicos.

Llegó a su tierra natal esperando que todo fuera como antes. Quiso recuperar sus días de niñez: salir un Viernes Santo a la calle vestido de nazareno, sentarse en una de esas interminables mesas llenas de familiares en Noche Buena, acudir al cementerio la mañana del 1 de noviembre para recordar a sus difuntos, disfrutar de unas sopaipas al son de la buena música en la Noche de Serenatas…

Sin embargo, al igual que muchos otros, su único delito es el de haber formado parte de una
generación que aborreció sus raíces. Aquella que renegó de sus tradiciones y costumbres. La
misma que aspiró a ser todo lo contrario de lo que sus padres fueron y, joder si lo han conseguido. Ya no queda ni un vestigio de aquello que alguna vez fue una ciudad con cultura
propia.

Ya no se venera a los difuntos el Día de Todos los Santos. Ahora todos se disfrazan y gritan lo de truco o trato hasta quedarse sin voz al más puro estilo de película estadounidense. Muy pocos son los que se atreven a acercarse a un campo santo caído en la desidia para rezar por el alma de sus familiares y, los que lo hacen, se exponen a ser tildados de fanáticos o arcaicos.

Las serenatas cantadas a la Virgen de la Aurora se apagaron y la guitarra eléctrica del vecino es lo más cercano a la guitarra española y la bandurria que queda por estos lares. El cajón flamenco fue sustituido por el tecno como banda sonora de la paella de los domingos, reconvertida en barbacoa de hamburguesas y salchichas, perdón, hot dogs.

La Navidad se ha convertido en una festividad ausente de motivo religioso entregada al consumismo. Hace ya tiempo que se cambiaron las cenas familiares de Noche Buena y Noche Vieja por un picoteo rápido con los colegas entre cubata y cubata en el bar de la plaza.

La bóveda de la iglesia más antigua y espléndida de la localidad yace ahora entre escombros por la falta de afluencia y utilidad de ésta. Centro neurálgico de la Semana Santa de antaño y
protagonista de lo que fue durante mucho tiempo el día más importante del año para la ciudad, hoy solo es un solar presidido por unos cuantos de escombros mal arrinconados.

¿Semana Santa? Son palabras banales que no hacen referencia a lo que Juan había vivido en su niñez. Lo de los costaleros ya no se lleva entre los que tienen edad para serlo y los pasos y tronos del pasado son transportados por ruedas en procesiones sin pena ni gloria.

Pocos son los eruditos que saben lo que es un traje de gitana y, la feria, ahora fiestas del pueblo, es una verbena sin mucha afluencia pasada a una fecha de invierno puesta a dedo para sobreponerse al incesante calor del verano provocado por el cambio climático. Ahora lo que se lleva es celebrar el Año Nuevo Chino calimocho en mano. Bebida que, tras desplazar al rebujito, es la estrella de las fiestas típicas andaluzas.

Es entonces cuando Juan, ante una sociedad completamente impersonal y no muy diferente a la que se puede encontrar en un pequeño pueblo de Louisiana, maldice en voz baja a sus
compatriotas por haber dejado de lado sus raíces. Se pregunta cuándo comenzó la sociedad a renegar de su historia y a comprar, a muy bajo precio, tradiciones y culturas generalizadas y
comercializadas hasta la saciedad.

Así, desengañado, se toma una copa de fino y se pregunta la forma de volver al pasado para
poner el grito en el cielo y advertir a todos que no renieguen de lo que los hace únicos y exclusivos: su historia.

Paco Cobos

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