Quiero rendir mi odio eterno, por siempre al bar moderno. Se han perdido tantas cosas, ya no existen camareros que den la torra. Jefes mellados y con bigote, que le dan al niño en el cogote si es que este se porta mal. Ahora para colmo llevan la tablet bajo el brazo, se olvidan de la libretilla y el boli en el regazo. Parecen salidos de un programa de Telecinco, tentadores de las Islas, no llegan a los veinticinco. Brotados de Hombres Mujeres y Viceversa, salidos de las redes sociales a partir de un brinco. Ya no se le puede llamar jefe a tu camarero de confianza y pedirle una ordenanza que te sirve con su panza diciendo aquello de “aquí está la gasolina” con más arte que La Maestranza.

Se han extinguido los baretos de tapa barata, los de capitanes que saben lo que quieren sus clientes antes de pedirlo a pesar de sus pintas de pirata, los que te invitan al chupito y te traen una multa nada beata. Ahora los sitios de copas de moda son “clandestinos” y se entra con desatino según unas instrucciones de Tik Tok que muestran el camino, en teoría por la mayoría desconocido. Las camareras que parecen modelos tardan en servirte la copa y al final a los diez minutos te dicen que tienen que cerrar. Te echan con la más absoluta educación que, de fría, sabe a desprecio y te cortan la conversación.

Casi prefiero el limpiarse en la camisa blanca de forma disimulada, la chapa de Schweppes rodando por el mantel, la del del gintonic de la casa que te deja en la estocada. Soy más de las comandas pegadas a gritos adornadas con fotos taurinas que de bares de lujosos sillones rojos que cuadran con la estética de las paredes coloradas, coronadas con imágenes en blanco y negro de artistas o escritores que jamás pisarían sus losillas. Me inclino por los baretos de bocatas de atención inmediata en los que los dobles son tanques y los tanques son garrafas antes que en las copas que saben a estafa, las cuentas desmesuradas, el pijerío de las asociadas.

Antepongo los karaokes de sórdido ambiente y miércoles tontorrones de sábado aparente. Los de cantar a coro a Julio Iglesias, acordarse de los versos de Raphael, las rancheras varias como la de El Rey. Los dueños que cierran y se toman la última con los chavales, que ofrecen un cigarro a los de siempre, que se mantienen de la modernidad a contracorriente. Antes que las discotecas grandilocuentes, las del reguetón por obligación, del pastizal gastado por inconsciente. Soy más de los baretos de toda la vida en los que no hay despedida, sino la última hasta que te dan las una y las dos y las tres. Y así hasta el amanecer. Los de carta sin gildas ni smash burguer, pero con torreznos y bravas. Los de Cruzcampo fresquita y montaditos de serranito. Y no los de gintonic que parecen ensaladas, baretos que no ponen tapa de madrugada. Larga vida a los baretos de toda la vida. Odio eterno al bar moderno.

Paco Cobos Periodista
Un comentario en «Odio eterno al bareto moderno»

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