Me cago en el desempleo. En ese que deja paso a la incertidumbre. Aquel que aminora mi autoestima a cada no que recibo. Ese que agota mi paciencia al son de un teléfono que no suena, un mail que no recibe correos o una puerta que se cierra para no recibir al estudiante que porta su currículum.
Pero el periodista recién salido del horno sigue, y sigue, y sigue. Y lo hace porque debe. Porque nada puede con él o, si es que algo puede, se resarce del embate, se levanta y sigue, y sigue y sigue. Usa el currículum como armadura, los chinos y camisa como ligera vestimenta, la pluma como espada. Y, como un caballero medieval sale de su castillo, él lo hace de su casa, dispuesto a luchar contra dragones llameantes, fronteras infranqueables y contra sus propios fantasmas, que no son pocos.
Sale a luchar solo contra el mundo. Solitario llanero que lo tiene todo en contra y que siempre advierte una mirilla de escopeta que lo apunta. Si bien sabe que algún buen samaritano le dará agua y fuerzas para seguir, también tiene claro que su pelea es de uno, individual reyerta sin personajes secundarios.
Él no tiene a un Sancho Panza como lo tenía Don Quijote. Ni si quiera piensa en alguna Dulcinea. Él solo ve gigantes. Gigantes que giran sus brazos, indiferentes al pequeño caballero que se pasea bajo sus andares. Gigantes que pueden herir sin ni siquiera percatarse de ello. Gigantes siendo gigantes.
Pero el escritor de este cuento, cabrón, no se decide por un final feliz. Juega, juega y desespera porque a este escrito no quiere darle fin. Marea al protagonista, lo sumerge en batallas sin ganador ni perdedor, simplemente experimenta para inventarse la contienda perfecta, donde la épica sea aún mayor.
Pero el héroe picaresco, ese tan de novela española, se sienta a humear su pipa como señal de protesta y, con señales de humo, advierte al cielo que se deje de pamplinas, vaya a ser que él deje de seguir y la fábula se quede a medio narrar. Apercibe al autor por primera y, probablemente, única vez.
Seguir, seguiré, pero, a este paso, no sé cuanto duraré.
Se dice para sí mismo, sin saber muy bien si su creador lo está escuchando. Sin ni siquiera
comprender si esa frase es suya o el narrador la ha puesto en su boca. Desprovisto de todo
conocimiento sobre dónde empieza o acaba su autonomía. O si de ésta sirve para algo, pues
puede que el cuento ya esté escrito y ahora sólo se esté narrando.
Verosímil duda que le asalta, luego es consciente del llamado destino, del que duda sin saber muy bien por qué. Él se ha rebelado, quizás haya ido contra su hado, y eso le haya hecho caer.
Sin embargo, como orgulloso anarquista de su rebelión intrínseca, solo espera el suceso
inquebrantable de las consecuencias de sus actos.
¿Qué habrá escrito el creador para su joven caballero?