Hoy celebramos la fiesta del consenso gracias a la Constitución Española

La Constitución es la ley fundamental por la que se rige el sistema de gobierno de un país donde  se contienen toda una serie de reglas, normas y principios que son los que conforman la ley fundamental de convivencia democrática.

La Constitución es la ley que establece quién y cómo se ejerce el poder público (el que se ejerce en nombre de todos por los órganos legislativos, ejecutivos y judiciales del Estado) y regula las relaciones que tal poder debe mantener con los ciudadanos de ese Estado (los particulares, es decir, todos nosotros) para asegurar que su actuación no lesionará los derechos que las propias Constituciones proclaman como el fundamento de nuestra convivencia en paz y libertad.

¿Qué tiene la Constitución de 1978 que no tuvieron las que la precedieron en la historia política española?
La Constitución de 1978 ha sido la primera en nuestra historia que una parte del país no impuso a la otra parte. Esa – la de la imposición del ganador– había sido nuestra triste historia colectiva hasta que la Constitución ahora en vigor rompió con el pasado.

La imagen que muchas veces se utiliza para explicar tal situación es la del péndulo de un reloj. Nuestra historia política y constitucional sería así una historia pendular, en la que el país habría venido oscilando de derecha a izquierda, y de izquierda a derecha, entre conservadurismo y progresismo, entre avance y retroceso, entre reacción y revolución. Lo cierto es, sin embargo, que en cuanto uno se acerca a esa realidad de nuestra historia con algo más de calma, resulta posible llegar a una conclusión que matiza un poco esa visión pendular de la evolución del constitucionalismo español.

De los ciento sesenta y seis años transcurridos entre 1812 (cuando se aprobó nuestra primera Constitución: la de Cádiz) y 1978 (cuando se aprobó la que actualmente rige nuestra vida colectiva) España sufrió sesenta y dos años de negación radical del constitucionalismo (los del sexenio absolutista, la década ominosa, y las dictaduras de Miguel Primo de Rivera y Francisco Franco); y sobrevivió otros sesenta y ocho años de constitucionalismo cerrado y ficticio: los transcurridos mientras estuvieron vigentes el texto constitucional de los moderados (el de 1845) y el de los conservadores (el de 1876).

En contraste contundente con esos largos ciento treinta años, bien poco significarán los algo más de treinta en los que, a trancas y barrancas, la vida política española estuvo marcada por Constituciones que podían recibir tal nombre: las de 1812, 1837 y 1869, durante el siglo XIX; y la de la II República española, aprobada esta última, en medio de una esperanza y una ilusión popular desconocidas hasta entonces, en 1931.

Tras la muerte del dictador Francisco Franco España va recuperando poco a poco su libertad, todos los grandes problemas de nuestra experiencia colectiva estaban allí, como congelados, esperándonos, lo que nos obligó a afrontarlos de nuevo para tratar, ahora sí, de darles una solución definitiva.

Ese intento es el que explica el sentido de nuestra actual Constitución, un texto de amplio consenso, es decir, de gran acuerdo entre todos los que participaron en su elaboración, con la que se trató de lograr un auténtico pacto nacional para la convivencia en paz y en libertad, mediante un método sencillo, pero no por ello menos meritorio: el consistente en no introducir en la Constitución ninguna norma, regla o principio que resultase absolutamente inaceptable para alguna de las fuerzas políticas que, en representación del pueblo español, redactaron su articulado.

El consenso fue el cambio que introdujo en la historia política española la Constitución de 1978, aprobada, primero, por la inmensa mayoría de los diputados y senadores que participaron en las Cortes Constituyentes; y, después, por la inmensa mayoría de los ciudadanos cuando, tras la aprobación por las Cortes Generales (que forman el Congreso de los Diputados y el Senado) fue sometida a referéndum nacional del pueblo español.

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