La vida, los devenires, las amistades me han traído a la feria de un pueblo que linda con Murcia. Aquí, donde Almería comienza a parecerse a la Región por aquello de los paisajes colmados de invernaderos, las ferias no son demasiado diferentes a las nuestras, a las de aquellos municipios que miran a Córdoba y hacen algo parecido salvaguardando la esencia familiar de los eternos conocidos entre sí. En estas también coinciden las amistades a las que el destino ha puesto kilómetros de por medio a costa de las carreras en ciudades extranjeras, de los sueños que no entienden de fronteras.
En estas, las casetas son abiertas y convergen en una especie de plaza de albero. Se llaman según las hermandades que las forman. Está la del Paso Negro, la del Paso Blanco y la del Paso Morado. Y un par más que llevan el nombre de agrupaciones flamencas. En las que las copas salen gratis, previa carantoña acaramelada a la camarera de los blancos. En estas, la dinámica es la misma. Los pasos de baile se esmeran conforme suceden las horas de las ferias interminables. Las niñas guapas miran de reojo a los niños altos y morenos que apuran la penúltima copa.
De todo esto es consciente Don Jose Luis, que bebe un gin tonic de Beefeater con tónica Schweppes —no consiente que le tomen el pelo con otras marcas porque ese es el gintonic, su gintonic— al fondo de la barra con cara de pocos amigos, bolsas de ojos cansados y miradas pinchadas en él desde la mesa del fondo que se descubre tras la maraña de gente cantando hasta quedarse sin voz.
Esa mesa en la que se sientan los que fueran sus compañeros de empresa, de la que lo echaron a patadas cuando las cosas fueron mal. Cuando le dio a la policía por investigar las prácticas moralmente reprochables que él dirigía, con el beneplácito de sus compañeros. Colegas que ahora le miran con ojos criticones.
Están todos. Está la contable echando pestes de él. Está la de Comunicación haciendo gala de que lo echaron a tiempo. Está el abogado que sacrificó a Don José Luis para salvar su culo y el de sus jefes. Está el que ocupó su puesto renegando del que fue su jefe. No está el colega de Don José Luis, que era externo de la empresa pero se llevaba con todos. El que le ayudaba con los trapicheos y le ponía los contactos encima de la mesa. No está porque se la Guardia Civil llamó a su puerta y le ofreció una habitación sin ventanas y con rejas.
Pero, de todos los que están en la mesa, por supuesto, está “el 1”. El CEO, el gerifalte de todo aquello, que hace como si nada, que ni mira a Don José Luis porque si le preguntasen por él negaría su existencia. Está serio pero suelta alguna carcajada momentánea y preparada cuando sus compis le meten una pulla a Don José Luis. Cuando le dicen que él es el próximo y que se va con su colega Víctor a la cárcel, pero que ellos no tienen nada que temer.
A todo eso es indiferente Don José Luis, del que me han contado que la lió parda con los trapicheos y que ahora todo el pueblo reniega de él. Don José Luis se dedica a parar la mirada, con cara de indiferencia absoluta, en las niñas guapas que miran de reojo a los chicos altos y morenos que apuran la penúltima copa. A preocuparse por su codo empinado en la barra. A sacar un cigarrillo de su cajeta medio vacía de Ducados Rubio. A terminarse el cigarro con elegancia. A dejarlo caer y que este rebote sobre el suelo de cartón, subiendo cinematográficamente un par de centímetros tras el rebote para después pisarlo.
A Don José Luis lo siguen llamando de Don. Le siguen sirviendo copas que él paga sacando un billete de 50 euros, como el que le ha dado a la chica bonita 20 años menor que él que se ha acercado a darle un beso en la mejilla. En todos los pueblos hay un Don José Luis. En todos hay una persona a la que le da exactamente igual los comentarios de las personas que lo miran.
En estas, en las que yo me fijo en Don José Luis, me acuerdo de que se ha terminado mi gintonic. Y voy a pedirme otro. Él, serenísima elegancia llena de soberbia. Rey de las noches de bohemia, soberano de la juerga, mafioso de la filosofía, flamenquito y correrías, catastrófico en amor. Me suelta con inexpresiva y elegantísima cara de dureza inexplicable.
Tu eres de fuera. Pero te has fijado. Te voy a confesar un secreto: a ellos también les llega la mierda hasta el cuello.