
Uno de mis primeros recuerdos debe ser en El Horno, con un mandil morado chiquito con la cruz dorada bordada, vendiendo platos de gambas + Viñaverde —creo recordar que a 10€, qué tiempos aquellos— y tomándome un montadito de pringá que me había preparado Rafalito. Aquello era el cuartelillo del Nazareno, que ese fin de semana nos había tocado a los del Rescatao. Había buen ambiente, sonaban marchas de Semana Santa por los altavoces, se servían copas, con las que se pagaba la túnica nueva del señor de Montilla, y se respiraba incienso como si fueran bocanadas de aire fresco. Aquello era cofradía en vena y de ese veneno venimos los nuevos, los colegas que nos apeamos cada Viernes Santo a los varales del cabeza de procesión.
Aquello tenía magia, tenía familia, tenía amigos, tenía cuartelillo. Y, en esas, crecimos año tras año, dándonos cuenta de lo que significaba la fe más allá de la iglesia, a la que yo había asistido hace no muchos años a realizar la primera comunión. En esas nos dimos cuenta de lo que era una hermandad, de lo que significaba la devoción a un cristo, con sus emociones y sus contradicciones, con sus vínculos imposibles de destruir y sus rencillas de cofradía. En uno de esos, un poco más adelante en el tiempo, serví una copa a la persona correcta, con su limón recién cortado. Ese hombre con cara de bonachón y forma entrañable me hizo la pregunta que yo llevaba esperando unos cuantos años.
- ¿Y tú, cuando vas a sacar el Rescatao con nosotros?
- Este año mismo.
Y ahí me planté el Viernes Santo. Sin capirote, pero con sudario y dos almohadillas —por aquel entonces yo medía menos que un alcalde de capital madrileña que yo me sé— y me disponía a encontrar un sitio del cotizado varal. Pero es que ni con las dos almohadillabas, ni con el taco de toda la vida, tiraba aquello. Así que tuvo mi padre que buscar de entre las piedras centenarias de San Agustín un taco más grande que el propio taco. Y, con una barra de madera mal cortada y mis almohadillas complementarias, salí detrás de los costaleros que sacan el trono con las cuerdas, lo subí a la estructura de madera y llevé a mi Rescatao por las calles montillanas, encabezando la procesión más antigua de la Ciudad Munda.

Eso se comentó en el siguiente cuartelillo. Allí se hablaba de Paquito, que un poco más y necesitaba unos zancos para llegar al varal. Pasaron los años y, ya sin taco ni en el primer puesto del paso, seguimos respirando el incienso, escuchando las marchas de Semana Santa, sintiendo a los romanos acompañándonos por la Calle Ancha, tomando la copa con el limón recién cortado, comiéndonos el montadito de pringá de Rafalito. Sintiendo el cuartelillo montillano, al que ahora no se puede asistir a echar una mano por vivir algo lejos de la patria, pero que se lleva allá a donde vayamos. Poniendo a la centuria en los altavoces, con la copa de Fino montillano, tachando los días en el calendario de la cuenta atrás para el día más grande de Montilla.
