
Las cenas de Navidad son la nueva moda entre los planes navideños. Me dirán que siempre las ha habido, que aquello de las cenas de empresa ya se hacía antes de que yo naciera. Y tendrán razón. Pero tampoco me podrán negar que las cenas navideñas, ahora, se hacen con cualquier excusa. No es que esté la de empresa y otra con los colegas. Es que ahora hay que estar en la de empresa, en la de los colegas de siempre, en la de las nuevas amistades, la de los compañeros de piso —y la de los vecinos si me apuras—, la del máster y la de la carrera. Todo ello, si es que no tienen la suerte de llevar una vida social más intensa.
Conozco a un compadre que tiene la cena de Navidad de los de yoga. A mí, cuando me lo comentó, no me quedó otra que expresar mi sorpresa, ¿desde cuando haces yoga cabeza?. En las que hay de todos los colores. Imagino que, al igual que la gente se acabó cansando del amigo invisible y ahora busca otros métodos novedosos de fraternidad navideña, algún día seremos nosotros mismos los que nos neguemos a hacer comidas con personas a las que apenas conocemos.
Sin embargo, de todas ellas, hay que reconocer que hay algunas que hacen ilusión. Esas a las que van colegas a los que llevas siglos sin ver, pero que algún día fueron tus hermanos. Esas en las que se reúne la vieja guardia de las amistades atemporales que el destino separó sin previo aviso. En esas —y menos mal— siempre están los mismos. Está el que sigue casado ante los reproches de los demás porque achacan a las relaciones serias la falta de las estas gloriosas de antaño. Está el que está empezando con una chica y se le vacila con que acabará como aquel al
que le reprochaba la falta de noches gloriosas.
Está el que no ha madurado ni un pelo y te alegra la noche con las mismas tonterías que soltaba en el Colegio Mayor obligándote a volver a las etapas de las preocupaciones imperceptibles. El de las fantasmadas sin credibilidad pero con la gracia del que sabe que está calado hasta las trancas. Está el que sopesa un billete de avión sin fecha definida de vuelta. Ese que se ha apuntado a una academia de alemán o de francés para seguir con su despuntante carrera. Está el que viene cocido porque, cómo no, viene de una comida de Navidad —quién sabe, quizás con los de yoga— y ha arrastrado la tarde hasta sentarse en la mesa. Ese llega sin andarse con medias tintas y pide un whiky cola para acompañar las aceitunas. Y lo hace consciente de que, en su declaración del día siguiente, podrá alegar que llevaba tres copas.
Esas cenas nunca acaban en el restaurante chapado por la vieja guardia. Sino que no son cenas de Navidad en las que no se acaba deambulando por los aledaños de Colón a 1º de temperatura —menos 15º en sensación térmica— en busca de una discoteca que no esté hasta arriba de personas que se habían planificado mejor y ya tenían la entrada de antemano. Ahí, a uno de esos que he dicho antes se le enciende la bombilla y te dice que vayas a una discoteca nueva que se llama Victoria. Y emprendes tu camino, ilusionado pensando que todavía la noche te depara algo nuevo y no se está marcando un capítulo recopilación de tu vida. Pero, al llegar, descubres que es lo que antes se llamaba Le Boutique. Y entras. Y revives los momentos del pasado recordando las viejas anécdotas del grupo que siempre tienen dos versiones —la del protagonista y la de los demás— que tuvieron lugar por esos rincones. Y acabas cantando Corazón Partío. Y caes en que aquello de las cenas de Navidad no está tan mal.
