Suenan los primeros acordes de la fiesta. Se ha puesto el sol, se han acabado las cervezas, se han batido las las alas del flamenco incesante. Se han reunido las gargantas cantantes alrededor de la lumbre. El hombre de la camisa blanca, protagonista de la fiesta, maestro paellero, pintor de momentos inolvidables, santo de las palmas, se arranca puro en mano y garganta marcada. Barba perfilada, reloj elegante, sombrero colgando de la silla, da a sus invitados lo que ansían desde que se abrió la veda del hielo y la tónica. Se pone en pie y abre los brazos, canta, gesticula, se pone de rodillas, golpea su pecho con ese arte imposible de sobriedad, con el duende de los artistas cuyas manos están hechas para representar sentimientos.
Escenario mejor inviable. Losilla de barro campestre, muebles de incontables historias, luz cálida de acogedor reflejo, cuadros de escondidas anécdotas, pinturas de trajes de luces que pisan el ruedo, espejos que muestran el culo de la guitarra, dulces inmejorables sobre la mesa del centro. Montilla pura. Andalucía en escena. Patrona de los aplausos bailables, palestra de las sobremesas interminables de mirada distante y orgullosa de la matriarca.
Taconean las botas de rojo punzó que acompañan al chuleo del hombre de camisa de cuadros y cinturón blanco. La galanura por excelencia, los pasos perfectos, la compenetración de los amantes cómplices de un flamenco de 40 años. La guitarra, santa entre todas las santas, cambia de mano y pone compás a la fiesta andaluza. Esa en la que se pega un sorbo de Fino entre sevillana y sevillana. De carcajada momentánea al hilo de la escenificación teatrera del arte nacido de entre las piedras. Fiesta de distracción obligada.
Deber de ciudadano solidario que necesita desenfocar los ojos de la televisión macabra. De la caja de los horrores que muestra imágenes de personas con la vida echa pedazos. De los dramas que te llenan de impotencia. Esos para los que el Ayuntamiento se ha puesto a disposición organizando las ayudas montillanas. Para los que los concejales han dejado la corbata en el armario y se han puesto la ropa de faena. Ropa enfangada de las gotas de sudor provocadas por el movimiento de cajas con kilos de ayuda humanitaria donada por los montillanos. Por los mismos que ahora intentan distraerse de las notificaciones que los periódicos mandan a los móviles, de las ondas malditas que reflejan la cruda realidad.
La conversación está. Pero se desecha. Una vez llevada la ayuda y organizada la misma, olvidada la idea de plantarse con un cepillo en las zonas afectadas por exigencia funcional de las autoridades. Una vez mandada la ayuda posible, una vez rezado en el cementerio por nuestros antiguos fallecidos, por los nuevos y por los familiares de los nuevos, por los desconocidos que se sienten como hermanos, no hay nada más que hacer. Sólo tomar una copa en la calle melancolía de las tristezas patrias, escuchar las voces autoritarias de los hombres flamencos que te llevan al atardecer del Rocío folclórico. Inmiscuirse en los acordes disonantes a la espera de depurar responsabilidades. Intentar vivir mientras piensas que otros no lo consiguieron.
¿Depurar resposabilidades? ¿Qué hay de esas almas rotas en mil pedazos, qué hay cuando te cuentan que han tenido que retirar los cuerpos de un padre e hijo abrazados llenos de lodo y con las caras desfiguradas por el horror?
Hoy no toca pedir responsabilidades. Hoy me quedo con la solidaridad de los miles de españoles que han ido a ayudar y no han podido. Hoy me quedo con el palazo que le han dado al señorito Sánchez. Hoy él se ha quedado sin su foto de perfil preferida. Hoy todos los españoles somos VALENCIA.