
He puesto la tele y están echando Rocky VI. Esa última de la saga escrita por Stallone en la que el pavo se pone a entrenar con más años que la tos por eso del aburrimiento de jubilado que ha dado de tortas durante toda su vida.
Pero afino el ojo y veo que no es ningún canal de cine. Sino que he puesto el Netflix y lo que están echando no es Rocky VI. Que es un espectáculo lamentable de esos que le gustan a los norteamericanos peliculeros de empacho. Que es un tal Mike Tyson de 58 tacos jugándose el pellejo y su recuerdo innecesariamente contra un niñato youtuber al que le gusta eso de los puñetazos.
Aquí los espectáculos no son tan peliculeros. Al menos, no son de acción o de deportes. La temática es más bien de juzgado de periferia. De cutre escenicación política. Algunas de esas películas tienen algo más de clase. Se producen en Bruselas y cuentan con un respeto mayor del que se vive a los pies de los escaños del Congreso. Otras son más tirando a barra de bar en la que Torrente se toma una caña y una tapa de callos. De esos en los que el presidente del Gobierno se tira un mes sin aparecer por la sesión de control de la Cámara Baja. De los que su mujer comparece imputada en una comisión de investigación —sin más objetivo que el rédito político— en la que no es capaz de responder a ninguna de las preguntas. Silencio absoluto pocos meses después de asegurar que colaborarías con la justicia, que eso de las cuestiones sin responder no era lo tuyo. Esos en los que retabas a los oponentes políticos a que te llevaran a la comisión de investigación para demostrar tu inocencia.
Los espectáculos se hacen a golpe de discursos soporíferos de siete horas en los que se anuncia la nada. Se anuncia la creación de una vicepresidencia de reconstrucción y una consejería de Emergencias y se dejan las responsabilidades políticas para el futuro. Se arropa a una consejera de Interior, que dijo desconocer el sistema de alertas ante catástrofes naturales. Se esconde a la de Industria, que mandaba a las víctimas a sus casas con desdén. Se atornillan los sillones al escaño, los pies a la presidencia, los intereses personales a las instituciones.

En las películas españolas nos borramos de X inspirándonos en las series de comedia británicas porque es un lugar para la desinformación. Lo hacemos como si Twitter antes fuese un Nobel de la Paz llena de premios Pulitzer. La cosa es que ahora han cambiado las tornas y los exaltados de derecha radical han sustituido a los exaltados de izquierda radical. Ahora, lo que escuchamos es que el inmigrante es sinónimo de delito mientras antes nos contaban que ser cura era sinónimo de pederastia. Nos vamos de la desinformación porque es contraria a la desinformación que nos cae simpática.
A mí, ante irse de las redes sociales para obviar ver aquello que no nos gusta, me queda combatirlo. Ante las películas de política de barra de bar, me quedo con la política seria y útil — como la que se ha hecho en Andalucía para paliar la DANA—. Ante los espectáculos lamentables del tal Tyson con el tal Paul, apago la tele y me pongo Rocky VI, que en realidad se llama Rocky Balboa y es la segunda peor de la saga, pero mejor que lo que había en la tele.
