Cien años de tradición

Corría el año de 1914 cuando la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Presó procedió a representar por primera vez el momento en el que, siguiendo los Evangelios, Judas Iscariote y la guardia romana prendieron al Señor. El lugar elegido para realizar esta representación fue la Plaza de la Rosa, inmediata a la ermita y punto de encuentro de los montillanos.

Pertenezco a esta Hermandad desde mi infancia. Con rostro oculto por el capirote, he alumbrado en su procesión de Jueves Santo. Guiado por mi devoción a la Virgen de la Esperanza, quise ser costalero, y lo fui durante muchos años. Y ahora, mi encomienda en esta Hermandad es la de prender a Jesús: soy Judas Iscariote.
En mis comienzos ocultaba mi rostro con capirote de nazareno para alumbrarte, Señor, y con el paso del tiempo y de los años, trasformo mi persona para consumar la traición humana. Con careta burlona que asusta a niños y mayores, aparezco en medio de la Plaza, llena de cuantos me esperan para presenciar tu Prendimiento.
Como lo hicieron quienes quisieron representar a Judas Iscariote a lo largo de los años, cada tarde de Jueves Santo sigo puntualmente la escenificación, los pasos que tengo que dar, mi comportamiento acobardado y confuso, mis andares torpes y vacilantes, convirtiéndose en un ritual que ha pasado de generación en generación durante un siglo.
Mi cometido es interpretar al gran traidor, el mismo que vendió al Maestro por treinta malditas monedas de plata, y me pregunto ¿si Dios es bondad y verdad infinita?, ¿quiénes somos nosotros para ambicionar ser más que tú, Señor? El que se dice ser amigo de Jesús, es el mismo que lo engaña, que lo traiciona. Mi papel refleja la mezquindad de la falsedad humana. Guiando al batallón romano, entro altanero en la Plaza de la Rosa, cual huerto de Getsemaní, y encuentro al Maestro en el centro, rodeado del gentío, pero sólo y sin compasión en tan duros momentos. Corro y voy en tu busca, te alumbro con mi linterna para identificarte y, seguro de tu grandeza, te vendo por treinta denarios. Pero, Maestro, sé que tú no tienes precio. Con mi maldita complicidad los romanos acometen tu prendimiento, realizan tres genuflexiones ante tu rostro divino y cruzan sus enhiestas lanzas.

Ahora soy yo el que queda solo en medio de la Plaza de la Rosa. Te miro a los ojos, y recapacito. Mi mirada está perdida. Soy un traidor. Si he servido para algo, ha sido para traicionarme a mí mismo y al resto de la humanidad. Mi traición me atormenta, hasta tal punto que no tengo otra salida que pagar mi culpa, no con treinta monedas, sino quitándome mi propia vida. El amanecer del

Viernes Santo, cuando el Maestro cargue con su cruz, será el último amanecer que verán mis ojos. Todo está consumado.
JUDAS ISCARIOTE
Fotos: Manuel Herrador

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