Un ambiente montillano por Madrid

Era viernes noche y volvía yo de la oficina, hablando por oficina una manifestación que tenía que cubrir en el barrio de Vallecas, cuando me enteré de que el ambiente montillano se había trasladado a un bar de copas con vistas al Bernabéu en el que sonaba flamenquito y los bailes se sucedían entre copa y copa.

Así que, sin batería en el móvil y con más sueño que entusiasmo, me dirigí, sin saber muy bien por qué, a las inmediaciones del estadio con hora límite para irme y levantarme temprano al día siguiente. Es lo que tiene esto de andar de acá y para allá entre el trabajo y la universidad con el periodismo a cuestas.

Efectivamente, mis fuentes no mentían, un grupo de flamenquito ambientaba el bar de manera que, entre las caras conocidas, los cantes y los bailes parecía estar en la caseta de feria del Casino Montillano un 14 de julio.

Ante tal traqueteo no tuve opción. A disgusto, me vi obligado a posponer mi hora de llegada a casa, no sin antes aliarme con otro de esos que, por viajar o por lo que fuera, también sufriría la alarma a horas tempranas del día siguiente.

Otra copa. Así ejemplificamos nuestro pacto. La última, dijimos. Ni una más, se escuchó. Y volvimos a la pista de baile, donde un señor de ochenta y pico años había sacado un artilugio que tenía embelesados a un grupo de jóvenes, todos montillanos, cómo no, que formaban un corrillo en torno a él.

Dicho artilugio era una caña que, partida por el centro hasta la mitad y sujetada por algunas gomas (o yo que sé que era aquello), sonaba hasta en los cimientos de aquel pub acompañando la música. Hubiera jurado que los manifestantes a los que cubría unas horas antes, todavía entre los tambores y los cánticos, podían escuchar el resonar de aquel artificio que, sin ninguna duda, nos dio risas para toda la noche (y todo el día siguiente).

Esas en las que, como en cada paella que hacemos cuando las fechas cuadran, siempre cabe uno más.

Mirando la pista con cara de felicidad y el reloj con cara de preocupación, llegó el turno de las sevillanas. No sé si hay algo más montillano que unas sevillanas mal bailadas entre colegas.

Y así acabamos, bailando unas sevillanas de tres (donde caben dos caben tres), sin conocimiento coreográfico ninguno y un pensamiento incesante que rondaba nuestras mentes: otro gin tonic y, a poder ser, ya que las copas estaban a precio de cerveza a las puertas de un estadio qatarí, con más gin que tonic.

Fue así como decidimos lanzar una moneda al aire. La cruz significaba un Uber de vuelta a casa y la cara, casualidad del destino era de esas que tenía al Rey Emérito impresa en su costado, marcaba un camino más corto y apetecible, el de la barra.

¿Cuántas probabilidades había de que saliera cruz cinco veces seguidas? Tuvimos que tirarla una sexta vez para echarnos la última, o eso dijimos. Respecto a la probabilidad, lo consulté al día siguiente con un amigo de esos que se encuentran inmiscuidos en aquellos terrenos de la física y las matemáticas que yo desconozco por completo.

Éste me trasladó que, despreciando la posibilidad de que cayera de canto, había un 3,125% de
posibilidades de que coincidiese que cinco veces seguidas (incluso cambiamos de moneda)
saliese cruz. Es decir, de 100 veces que hiciéramos cinco tiradas seguidas, solo tres hubiese
salido cruz las cinco.

En fin, como la moneda, aunque a la sexta, nos dio vía libre, nos pedimos la última en un
ambiente montillano, algo que pocas veces se da por la capital, y así culminamos una noche de locura antes de que los exámenes se presenten en el calendario con madera de sorpresa.

Paco Cobos

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