A los suplentes siempre se les ha recriminado su suplencia. Casi como si lo anhelaran. Como si quisieran mantener su papel secundario y no aspiraran a nada más. Como si estuvieran cómodos a la hora de escuchar eso de “este tío lo sacas contra el Getafe y a lo mejor mete dos goles, pero no da la talla en una eliminatoria de Champions”. Eternos discutidos.

Y los eternos discutidos, como no, se saben suplentes. Se miran al espejo y se observan en su rol anclado a la suplencia. Pero no en ese papel que caricatura la barra del bar, sino en el del suplente que trabaja en silencio esperando a que llegue ese minuto de oro que, o bien por lesión del delantero estrella, o bien porque el entrenador se conjura ante un partido atascado, acaba llegando.

Y es entonces, en el instante en que el azar propone las circunstancias idóneas, cuando los eternos discutidos tienen su oportunidad en los mejores escenarios posibles. Cuando desafían a la física y a los entornos hostiles para meter dos goles. Es ahí, cuando la gloria les espera. Ese momento en el que el coliseo ansía un gol que las estrellas no han sabido marcar. Aquel en el que se rompen las cadenas de la suplencia y se salta al campo.

El instante en el que dejan escapar su imaginación y se convierten en héroes capaces de conseguir lo inimaginable. Y se lucha contra viento y marea en esa burbuja momentánea que propicia las condiciones. Porque, aunque los despachos traigan a otro para suplir al mejor portero del mundo con un ligamento roto, se sabe que esa es la temporada para coger al toro por los cuernos, dar un golpe encima de la mesa y parar dos penales en cuartos de Copa de Europa contra el vigente campeón.

Porque es cuando se pierde a tres minutos del pitido final que te deja fuera del partido del año y expira tus posibilidades de volver a levantar la orejona, la ocasión para el delantero de la cantera que se fue porque no valía y descendió dos equipos antes de volver de rebote. Para aquel que dos años antes pillaba un vuelo en Rayan Air para ir a París y celebrar el gol de Vini, quien fuerza el error de Neuer con un disparo en tu noche mágica, dos años después de hacerte vibrar ganando la decimocuarta.

Eso es el ser suplente. Estar en la recámara esperando que alguien te llame al oido y te saque a calentar. Incluso sin esperarlo. Sin estar preparado para darle la vuelta al marcador. Pero es la divina fortuna la que te rescata del armario y te sitúa al frente de todas las miradas. Así, diré
como caricatura, le pasa a Fernando Tejero en una de esas películas que me hacía gracia ver de pequeño con mis hermanos.

En ‘El penalti más largo del mundo’, Fernando, como también se llama el personaje que interpreta, bebe tranquilamente una yonki-lata de cerveza barata en el banquillo esperando a que su humilde equipo de la sorpresa contra el líder liguero y subir a segunda división.

Es ahí cuando el árbitro, que andaba untado hasta las trancas por el otro equipo, se saca un penalti bajo la manga que coincide con la lesión del portero titular y tiene que suspender el encuentro hasta la semana siguiente por invasión del campo.

La cuestión es que, en medio de un entramado de situaciones a cada cual más absurda, Fernando acaba parando el penalti y consiguiendo el título liguero sin comerlo ni beberlo después de no haber pisado el terreno de juego por una larga temporada.

Es por ello, que los equipos rivales han de temer al adversario suplente, porque ese va con todo a pesar de haber estado en el banquillo o en Waterloo los años que le hayan hecho falta para volver con todo.

Paco Cobos Periodista

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