
De pronto me vi, tomando un rebujito de la tierra, hasta las cejas de albero, en una caseta a reventar y rodeado de mi gente, en nuestro sitio, en la Feria de El Santo.
Las canciones se coreaban a placer y las risas, ensordecidas por esa música que todos nos sabemos de memoria, siempre parecían pedir una copa más.
Los protagonistas no fueron otros que los amigos, entendiendo por amigos a esa familia que se escoge, esa que no entiende de nombres y apellidos y que también puede albergar alguna otra relación más allá de la amistad. No seré compasivo a la hora de acusar de locura a aquel que me diga que no puedo ser amigo de mis padres, hermanos, primos, tíos, jefes o cualquier otra relación que incumba la familiar o profesional.
Llamaré loco al que insinué que tu tío, con el que compartes un gin-tonic hablando de aquello que la conversación reclame, o tu padre, con el que te fumas un cigarrillo mientras observáis el disfrute de los allí presentes, o el hermano con el que comentas la chica que te gusta, no son tus amigos.
Los amigos son los momentos, los aliados para que tu vida sea tremendamente más divertida e interesante de lo que lo sería sin ellos, y el que diga lo contrario, es un loco que jamás ha pisado la Feria de Montilla.
Caseteros, feriantes, camareros, personal de limpieza… trabajaron sin parar para que nosotros disfrutáramos de lo que es nuestro, de lo que el bicho nos arrebató, de ver a nuestra gente, saludarnos, saber de nuestros vecinos y disfrutar con ellos, por eso es el momento de dar las gracias, aunque no sé muy bien a quién.
No tengo la menor idea de si las gracias hay que darlas a los trabajadores, a Dios, al Ayuntamiento por no cambiar el formato en exceso, a San Francisco Solano o al dichosos COVID por no aparecer demasiado estos meses. No soy capaz de adivinar a quién, seguramente a todos ellos, pero lo único que sé es que doy las gracias por haber vuelto a vivir una Feria de El Santo en condiciones.
Los nuevos se preguntaban cómo sería la feria del pueblo montillano, ya saben la respuesta. Las casetas abiertas que solo el alba es capaz de cerrar, los enemigos en los coches locos, la música en directo, el tren de los escobazos para los más pequeños, las sevillanas que enamoran, los pollos asados después de la tercera copa, los carruajes abriendo la feria, los arcos, las luces, los fuegos…
La magia. La magia de la feria, esa que algunos ni siquiera habían conocido y de la que ya no querrán desprenderse. Esa atmósfera que emana nuestra ciudad, el vino y nuestras raíces.
Y es que, con algunos peros, como la falta de oferta para los adolescentes menores de edad y las deficientes conexiones de transporte público para bajar y subir de la feria sin el tradicional trenecito, la feria fue un éxito. El que no vino escuchó las historias de los jóvenes y arde en deseos de que llegue de nuevo el 14 de julio y el que estuvo, volverá.
Paco Cobos
Muy bien Paco Cobos, te ha faltado el voluntariado, sanitarios y fuerzas de orden.
Pero es cierto todo lo que dices, Dios quiera que no vuelvan más males.