Llegó la Navidad y, para desgracia de los estudiantes universitarios, los exámenes. Así que,
envuelto en esas semanas frenéticas de estudio, entrega de trabajos finales y tiempo de ocio
escaso en las que pretendemos salvar un cuatrimestre, me ha dado por sentarme en un sillón y comerme una hojaldrina para aliviar ese antojo navideño que te invade cuando tu cuerpo está estudiando y tu mente cantando el aguinaldo en la Plaza de la Rosa a la hora de pedir la tercera copa en ‘Tarde Buena’.
En ese descanso, no me preguntes por qué, me he acordado de que el año pasado por estas
fechas escribí un artículo en un blog, cuando decidí que ya era hora de ponerse manos a la obra con esos proyectos anclados al fondo de un cajón, en el que explicaba cómo había sido mi primera Navidad con COVID. ‘Cuento de Navidad confinado’ se llamaba aquel artículo en el que hacía un símil con aquello de los fantasmas pasados, presentes y futuros.
Al leerlo me he acordado. Sí que fueron unas fiestas extrañas. La cena de Noche Buena se nos
fue al garete a última hora y el reencuentro de primos, tíos, padres y abuela se tuvo que postergar por otro año más. En definitiva, y como bien escribo en el artículo, fue una putada.
Sin embargo, en ese texto, el fantasma de la Navidades futuras se presentaba como una incógnita, pero me daba esperanzas. Decía que ya mismo volveríamos a la normalidad y que la Tarde Buena, la cena y la fiesta volvería al año siguiente.

No sé por qué pero yo no me fiaba. Le vi un poco cara de Fernando Simón. Sin embargo, a falta de una semana para el evento, parece que éste tenía razón. Ya no se habla de olas, el de los pelos locos y voz ronca que nos “informaba” día tras día de la situación de la pandemia ya no sale en la televisión a regañarnos y, a nuestros representantes, que andan ocupados dando golpes políticos a la justicia, el bicho ni les va ni les viene.
Todo parece indicar, toquemos madera, que, como decía el fantasma, este año sí tendremos la cena de la mesa interminable, a los primos tratando de ocultar las tres copas de la tarde, a los tíos preguntando si alguno se ha echado novia y a ese que decide que ya es hora de guitarrita, sevillanas y dejarnos de mesas largas e interminables. Joder como lo echo de menos.

Así que, mientras mi cuerpo se estudia los fundamentos teóricos de una profesión para que la teoría sirve más bien poco, yo me imagino lo que haré cuando llegue a tierras montillanas ese mismo 24 de diciembre. Creo que apenas duraré unos minutos en abandonar mi casa y tirarme a la calle como si ésta me estuviera esperando desde hace meses.
Después será cuestión de improvisación. Por qué no una cervecita con aquellos familiares que estén preparando la cena de por la noche. Después, estaría bien comer con los colegas que llevas sin ver desde que la Avenida de Málaga no estaba en obras.
Puede que, tras la comida, nos dejemos caer por el Casino Montillano para pedir algún que otro gin tonic antes de desplazarnos a la Plaza de la Rosa y pedir a Dios llegar decentes a una cena en la que estás obligado a hablar de tu vida amorosa, el que la tenga, y esquivar con picardía las consignas políticas de los unos y los otros. Seamos sinceros, no es tarea fácil si la serenidad no acompaña.

Después hay que defenderse en el noble arte de las sevillanas teniendo de pareja a tu tía y
prepararse para darlo todo, o lo que te quede, en La Consentida. Eso sí, no esperes levantarte
fresco al día siguiente. Que además toca otro golpe, comida familiar y fiesta por la noche, por si el día anterior te hubiera parecido poco. Y, el 26, a coger el coche y a plantarte en Madrid que hay que currar.
En fin, suena poco improvisado, pero vamos viendo, que yo soy yo y mis circunstancias y los planes se cambian en cuestión de segundos. Y, para terminar esta declaración de intenciones, les deseo a mis lectores unas felices fiestas.
