Un mayo sin caracoles


En mayo, en Córdoba, sale el sol. Da igual que llueva, truene o nieve, que Zeus se imponga a la lógica y convoque tempestades a ritmo de rayo para arriba o para abajo.

Da igual porque el Lorenzo sale por el este como el que adelanta por la izquierda; como el que saca un cinco coma cero, cero, en su último examen de la carrera estudiando el día de antes como se hacía antaño en el colegio; como el que pide cómplice al camarero esa última copa sin que su acompañante se pispe de que se va a quedar un rato más cuando lleva tres rebujitos anunciando su marcha.

Y sale porque le da la gana, porque es mayo y es Córdoba. Porque las cosas son así como que se llama Lorenzo. Porque tiene que manifestarse en su momento y lugar preferidos, ese que anuncia la llegada de un nuevo paradigma: el fin de curso, el inicio del cachondeo, el comienzo de la temporada de tomar el fresco a la puerta de la casa de pueblo.

Sale como si se lo permitieran y se manifiesta, si es que Zeus sigue con el frío, el viento y el dichoso rayito para arriba o para abajo impidiéndole su posición natural, por medio de la luz que emanan los patios, a través de las bombillas que alumbran la portada de Feria, en el reflejo del pelaje de los caballos que la acompañan.

Se presenta como dueño y señor del mayo cordobés. Y lo hace con razón. Porque alrededor de él se edifica lo nuestro. Se construye la cervecita con tapa de caracoles, el tirarte al vivero como si lo que se regalase allí fuesen pisos a pie de playa en Fuengirola y dejarte el sueldo en flores y macetas de colores para decorar tu ya abundante patio cordobés, el plantarse el traje o enfundarse el vestido de gitana con volantes y echar el día tal y como te lo mande el compás de las palmas.

Pero hay veces en que uno no puede asistir a ese baile entre el vino y la guitarra, entre el arte y la juerga, entre el albero y las miradas furtivas. Y ese uno, que se queda sin su particular
reencuentro con su gente y su tierra, ve fantasmas por todos lados. Divisa patios en lo que son fachadas, carpas de feria en actos de campaña y caracoles —que incluso llega a saborear sin verlos— en cada tapa que el camarero arrima a la barra del bar, que no de la caseta.

Presencia el Paseo de la Ribera en lo que solo es un simple espolón de estanque de capital. Pide taxis al Arenal sin percatarse de que iba a otro lugar que no se encuentra a cuatro horas del comienzo del viaje. Advierte pasos de sevillanas en los ladeos que da ese uno para llegar al siguiente vagón del metro.

Claro, que acaba por cerrar el Instagram, por desplazarse de esa Feria tan suya, de esa identidad que le llama a pegar el petardazo y aparecer sin previo aviso ni plan predeterminado en la caseta que, intuye, están sus colegas. Acaba por cerrar el cajón de las ilusiones mayeras, por centrarse en lo suyo y pedir a Dios, al del rayo o a quién contra sea, que este sea su último mayo sin caracoles.

Paco Cobos Periodista

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