Montilla, esa encantadora de serpientes

Os traemos la particular visión de Montilla y su idiosincrasia de una parroquiana, sevillana de nacimiento, granaina de adopción, pero montillana por corazón y de corazón.

Al hilo de una frase que, en alguna ocasión, me ha repetido mi suegra: «Menos mal que te gusta venir a Montilla», me acordé de la primera vez que estuve allí, hace ya unos catorce años. Montilla la conocía, como quién dice, de oídas; por su vino fino, por ser cuna de Gonzalo Fernández de Córdoba el Gran Capitán, por acoger a personajes tan ilustres como san Juan de Ávila, el Inca Garcilaso, san Juan de la Cruz, Cervantes y por haberse librado la batalla de Munda. Punto.

Bien, como decía, la primera vez que visité Montilla, la impresión que tuve fue la de un pueblo, a priori, de características similares a cualquier otro (un castillo, calles empedradas, iglesias,…) eso sí, un pueblo bonito y con historia, pero nada más. Sin embargo, a día de hoy he de reconocer que andaba muy lejos de la realidad porque Montilla es algo más que una cara bonita y que una pieza destacable dentro de la historia. 

El nombre del periódico Montilla Abierta, define bastante bien cómo es esta localidad, abierta a todo y a todos. Montilla tiene algo que te envuelve, que te atrapa, que te embruja… (¡uy!, ya me parezco a mi cuñado cuando se deshace en elogios al hablar de su pueblo natal, comprensible si tenemos en cuenta el profundo amor que siente por su tierra). 

Bromas aparte, y sin llegar a tal grado de éxtasis, es cierto que Montilla despierta en mí una especie de nostalgia atávica, un sentimiento natural de apego, ¡vaya! como si me hubiera criado en el barrio de La Escuchuela, por poner un ejemplo. Entiendo que haya montillanos a los que su pueblo no les parezca nada del otro mundo, quizás por estar habituados a vivir aquí, pero alguna que otra vez he oído de personas que por diversos motivos han tenido que pasar una temporada en Montilla sucumbiendo a su particular «canto de sirenas» y han terminado por quedarse para siempre y los que así no ha sido, se han llevado un pedacito de ella en su corazón (¡ay madre!, qué poético). 

A modo de anécdota, un caso que me llamó especialmente la atención fue el de una galleguiña que tras pasar unos años en Montilla terminó hasta por sesear, ¡que ya es decir! Por algo será, pero ¿Qué es? 

Supongo, que como todo en la vida, son diversos los factores que influyen a la hora de determinar la preferencia de una cosa sobre otra y aunque no me gustaría caer en los típicos tópicos, la gente es una de las piezas claves que hacen que un lugar sea agradable y acogedor y Montilla, en este caso, no es ninguna excepción, empezando por mi marido y su familia y acabando por toda la gente que he conocido gracias a ellos: tíos, primos, amigos, vecinos, compañeros, conocidos… Manolito Aguilar, bueno, a este último llego un poco tarde para conocerlo pero no para degustar su magnífico y exquisito pastelón.

A algunos puede parecerle un tanto empalagoso pero a mí ¡me encanta! (hojaldre, cidra y merengue), solo de imaginármelo se me hace la boca agua. Un motivo más para que me sienta atrapada por este lugar. 

Pero estas no son las únicas razones que, a mi juicio, hacen de Montilla un sitio especial, de hecho podría enumerar algunas más: sus bodegas, su Semana Santa, con esa peaso de Centuria Romana Munda (incluidas, por supuesto, sus Mantillas). Tampoco me olvido de los romanos de El Preso y La Esperanza, que cada vez que desfilan (los pasos y los romanos) se me ponen los pelos de punta.

Sigo, su castillo, su feria de El Santo, el día de La Aurora con sus serenatas, la fiesta de la Cruz y la fiesta de la Vendimia, su Cata Flamenca, sus barrios, sus iglesias, sus museos, sus barecillos, Las Camachas, los hojaldres y las sopaipas, las gachas de mosto y el arrope… ¡uff!, voy a coger aire pero es que la joía lo tiene tó.

Curiosidad Lingüística

Por otra parte y para ir terminando, bien por deformación profesional, bien porque le he cogido el gusto a esto de escribir, aparte de porque me he venido arriba (todo sea dicho de paso), no me gustaría terminar sin antes explicar brevemente dos palabras: bayeta y bombito.

Y este pego, ¿a qué viene ahora? Sin entrar en cuestiones lingüísticas y simplificando mucho la cuestión, entendemos que la primera palabra es un trapo para limpiar, ¡vamos de toda la vida! y que la segunda puede ser perfectamente un bombo pequeño. Vale, hasta aquí todo normal; esto es así para mí y para el resto de los mortales, pues bien, va a ser que no, o al menos no para Montilla.

Me explico: la primera vez que oí: «Voy sacar la bayeta para ponerla en el bombito», la verdad es que, en mi supina ignorancia, la entendí literalmente, es decir: «“Va a sacar un trapo para ponerlo en el bombito”, pensé yo», es cierto que lo de el «bombito» no me cuadró mucho. ¿A qué se referían?, ¿al bombo de la lotería?, ¿al instrumento musical?, ¿al tambor de la lavadora?… (¡?!) hasta que al ver mi cara de perplejidad, me explicaron que la «bayeta» se refería a la ‘falda de la mesa’, a las ‘enagüillas’ o las ‘enaguas’, como quiera llamarse y que el «bombito» era la ‘mesa-camilla’. Me quedé muerta.

Si es que Montilla tiene arte hasta para utilizar algunas palabras en contextos distintos de los habituales. ¡Ole! Al final voy a tener que darle la razón a mi cuñado, y mira que me fastidia.

En resumen, Montilla tiene algo de «encantadora de serpientes» y su picadura sin ser mortal te deja secuelas de por vida.

Nuria Santiago

Licenciada en Filología Española

Granaína de pro

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