
Me he levantado sin saberlo. Sin alarma ni sentido, sin gana ni desgana. Con un único propósito. Y es que le había dicho a mi abuela, a Lala, a esa persona magnífica que tanto se echa de menos allá por el norte —o por el medio, o por lo que queráis llamar—; que iba a tomarme una cervecita con ella. Así que he pegado un salto en un desplante a la resaca, me he puesto unos vaqueros y le he tirado para allá en lo que me encontraba a los costaleros de la Juventud ensayando para alegrarme el próximo Domingo de Ramos.
He llegado y me he abierto una cerveza. Le he contado a Lala lo de ayer, la fiesta en la que nos abstraíamos sus nietos. Y he recordado que estaba afincado en la barra de El Horno cuando ya algunos se había ido. Apurando el cumpleaños de la inconfundible Pilar. Agotando las últimas gotas de la copa como el que consuma la vida. Allí se cantaba aquello de “ma ma ma ma María”; lo del “que yo caí, enamorado de la moda juvenil”. Allí se entonaba lo que fuera. Se cantaba la amistad que ahora me provoca la resaca que me saca “esa sonrisa que aparece a cada instante”.
Ella me cuenta que ayer se fue a comer con su amiga Victoria que, con 96 años, se vio obligada a coger el andador porque hace poco se había roto la cadera. Bendita juventud de las dos noventañeras, que se sentaron en La Guarida y pidieron unos boquerones y unas croquetas mientras iban pasando familiares a saludar que se cruzaban en el camino. Algunos sentaban a tomar una cerveza, otros a dar un beso, alguna pagó la cuenta y así echaron la comida, poniéndose al día de su vida y los de su alrededor. “Una romería”.
Un relato que escucho mientras se me vienen a la mente las imágenes del que fuera mi entrenador de fútbol sentado en la barra, con gafas de sol, poniendo copas a tutiplén a los que cogen el barquito de vela con el viento de levante que lleva a cualquier parte. A los que, si por cantar fuera, hasta corearían aquello de “alabaré alabaré alabearé a mi señor” o hasta la última de Melody en la Gala de los Goya. Y me vi, camino de las arenas con ganas de estar contigo un año más, loco perdio, en una romería sin movimiento, en el seno de las alegrías montillanas. Y le cuento a Lala, mi razón máxima de viaje al centro de la tribu, mi sonrisa perpetua, mi heroína humilde; que lo pasamos de muerte.
Me vienen a la mente chistes de Eugenio, canciones a medio cantar: “a mi manera” decía una. “Soñando en oro”, decía otra. Pero Lala me pregunta si he comido, si quiero que me fría un huevo, quién había en la fiesta. Lala me pregunta por la vida, la mía, la de mis hermanos, la de mis amigos, la de mis primos. Aunque la suya haya sido mucho más interesante. Lala me pregunta cuando es ella la que puede contar. Lala nos enseña la vida en lo que nosotros vivimos. Nos da lecciones sin querer darlas, nos instruye en el bonito arte de la familia, nos demuestra lo que es aquello de vivir, nos habla sin hablar, nos conmueve sin querer, nos enseña lo que significa esta vida nuestra ante las unísonas voces de la normalidad. Lala te quiero.

Muy buena publicación, y muy emotiva
enhorabuena
Precioso artículo Paco. Describes de una forma perfecta y emotiva la enorme fortuna que supone para cualquier persona la relación con sus abuelos. Gracias y enhorabuena.