
Siempre me gustó el cine quinqui. Ese género fílmico tan de la España de los 80. El de las películas que me enseñaron que Enrique San Francisco algún día fue joven. En las que aparecían actores haciendo de quinquis o quinquis haciendo de actores que culminaban fatales desenlaces como José Luis Manzano. En las que los paquetes de tabaco costaban cinco talegos y en las que la calle era el único patio de recreo para los chavales del barrio y una guitarra maltrecha su singular juguete.
Me gustan las historias rocambolescas en las que se entraman en su huida hacia delante por el camino del delito, sus inventivas y el uso de la picaresca para conseguir un duro. Sumergirme en el drama de las malas barriadas con hogueras a las puertas de las chabolas. De las malas historias. Del trasfondo político que muestra la inoperancia de los que mandan y sus artes moralmente reprochables. De los que consiguieron ‘Matar al Nani’. De los picos, los palos, las rayas, las chinas, del giro final con moraleja.

Esas en las que por momentos envidio a los protagonistas. En las que valoro la libertad del Vaquilla yéndose o volviéndose de Francia con lo puesto. Sin explicaciones ni Whatsapp que
mandar al llegar a alguno de esos sitios en los que acaba sin saber muy bien por qué. El morro que el echa El Jaro para decirle a la morena de turno que si le camela darse una vuelta en el buga en ‘Navajeros’. El poder que demuestra Tere sacando a bailar al gafitas en la disco, soltando el vaso de tubo sin hielos en el que reposa un barato ron-cola en ‘Las leyes de la frontera’. El valor del Pirri buscando venganza por su colega en la segunda parte de ‘El pico’.
Me gusta ver a los que le plantan cara. A Emma Penella gritando “¡dispara Iscariote —Judas—, dispara, si tiés lo que tiés que tené” en ‘La Estanquera de Vallecas’. A Fernando Tejero devolviendo el robo de su hijo quinqui en ‘Volando voy’. Recibiendo una paliza por enseñarle a su chiquillo cómo se debe actuar. Para posteriormente caerse del pedestal dándole de hostias a su mujer. Porque en el cine quinqui no hay héroes intachables ni excelentes macarras que no caigan en alguna escena del lado contrario. Hay más grises que blancos o negros. Hay miserias. Hay una realidad de la que conseguimos desprendernos, o eso creíamos.

Ese cine quinqui me da recuerdos de una España que no he vivido. De una España que me hubiese encantado reportar, escribir, retratar; pero que hubiese detestado vivir. Porque después de esos momentos de asombro, de fascinación, viene el raciocinio. Y te da por pensar que si el quinqui y el pijo se hubiesen tomado una cerveza juntos hubiesen descubierto que la pelea era una gilipollez y nadie hubiese llegado con la cara partida a casa para dar un disgusto.
Que si se hubiesen dejado de picos, de chinas, de rayas y palos a lo mejor no acaban siendo auténticos macarras transitando por un callejón sin salida, o cuyas salidas son la cárcel o la muerte. Que si no se hubiesen dejado impresionar por imbéciles que no saben hacer la ‘o’ con un canuto, a lo mejor podrían haber llegado a tener un futuro. Que si hubiesen intentado ser alguien, no tendrían que ir por ahí diciendo que son alguien. Y a todos, a los pijos y a los quinquis, les hubiese ido mejor.

Porque por muy a chiquillada de cine quinqui que suene, no me hace gracia que haya vándalos montillanos que vayan por ahí quemando las cruces de mayo. Dándole de hostias sin motivo aparente al primero que pasaba por allí en la discoteca del pueblo. Soltando dos galletas a otro a la salida de la Feria porque se ve que les había derramado el vaso. Amedrentando a los que se atrevieron a denunciar las conductas ilícitas para que no declaren en contra de uno.
Y es que eso de los quinquis está muy bien, pero para el cine.
