Siempre he tenido un colega que canta. Juntos recorríamos los pasillos de los Salesianos, le dábamos a la pelota en el patio, charlábamos sobre los temas que se palpaban en el ambiente; que por aquel entonces siempre estaban dirigidos hacia los youtuber que ahora ni recuerdo cómo se llaman, los motes y la riñas de los profesores o los exámenes farfulleros que nos ponían los viernes y que empezábamos a estudiar junto al reconfortante bocadillo de atún con tomate —porque mi padre siempre preparaba bocadillo de atún con tomate los viernes—. En esas, Luis escuchaba grupos de música españoles y extranjeros, le reñían por usar las expresiones coloquiales de las canciones en Inglés, redactaba como escribía Green Day o se sabía al dedillo las palabras de Kurt Cobain.

Yo no había oído hablar de esos grupos, ni de sus canciones ni sus excentricidades hasta entonces. Pero claro, él ya tocaba la batería y la guitarra, ensayaba en una comparsa y le jodía que en Música le pidieran saber solfear o cualquier otra cosa que nos exigieran —y que yo bordeaba con maestría y buenas palabras rascando el aprobado— cuando se sabía más acordes que el profesor. Me enseñó a recorrer la Calle Melancolía de los veranos perdidos en el olvido, a saber que se podía cantar Cuando era más joven siendo joven como el que más, a pasar de González Catán a Tirso de Molina como en Dieguitos y Mafaldas, a escuchar a Sabina.
Él cantaba y cantaba pero no escribía porque decía que no podía. Yo, que, por imprudencia o torpeza siempre he tenido valentía, le decía que a mí se me daba bien aquello de leer poemas y que intentaría escribir para que él le pusiera música a mis letras asonantes entre Fifa y Fifa que nos echábamos en la Play cuando decíamos que íbamos a hacer un trabajo de clase. Pasaría un tiempo notable hasta que yo pudiera escribir mis primeras líneas, que todas eran en verso; así que llegué tarde. Porque, mientras decía que no le salía, probaba y probaba, tachaba con boli Bic las rimas que no terminaban de cuadrar, y acababa por empezar a empalmar aquellos versos que darían sentido a sus canciones.
Me ponía a Martínez Ares en uno de esos recreos de los días interminables que reinaban por las colinas de Montilla. Escuché al gaditano y descubrí los Carnavales que tanto me marcarían en mi futuro de actualidad perversa. Recitábamos La mujer que yo quería, nos emocionábamos con la vuelta del poeta la Falla, con sus cobardes que pusieron en pie al público con el pasodoble de Las dos de la mañana.
Ahora nos vemos mucho menos, pero Luis está en mis listas de Spotify, en mis mañanas de resaca en las que Alexa me despierta con música para ver si me despeja. En mis notas del móvil descascarilladas que sueñan con ínfulas de llevar algún día una chirigota al Gran Teatro. Luis ha vuelto a sacar canción y se llama ‘No pude’.
Yo no pude escribirte las canciones que soñaba y ahora me identifico con tus letras, con tus amores y desamores desenfrenados que animan un mayo al que le han robado el mes de abril. Con ese pop-rock al que te has lanzado como un novillero se tira a matar en Las Ventas. Con el que revientas corazones llenos de exaltación y que, estoy seguro, algún día reventarás escenarios. Tengo un colega que canta. Mejor dicho, tengo un colega que es cantante.
