Cuando tenía cinco años, una profesora de lo que entonces llamábamos parvulitos nos dijo que el fútbol era un deporte en el que jugaban doce jugadores. No, no estaba contando a la afición en una especie de metáfora que nos enseñase el valor de apoyar a los tuyos. Ni al entrenador, para ejemplificar que un equipo no se quedaba en el campo. Simplemente, creía que eran doce los jugadores que se ponían de un lado y doce los que se ponían del otro. Que eran 24 los de la contienda en la que España, por entonces, siempre se quedaba en cuartos del torneo.
Y yo, que siempre he sido apasionado por el aprendizaje y las cosas nuevas, virtud que gracias a Dios creo que conservo, llegué ilusionado a mi casa con este y otros nuevos detalles que había aprendido. Algo que ilusionado le conté a mi hermano mayor, como niño sabiondo y pesado que era, ¿Sabías esto? ¿Sabías lo otro? Y, en esas, le solté lo de los doce jugadores. Mi hermano, claro, que si de algo sabía era de fútbol, me cogió por banda y me cantó las cuarenta. Se rio un rato y discutió conmigo mientras yo le decía que era imposible, que tenían que ser doce, que me lo habían enseñado la profe.
Cómo iba a saber mi hermano, de eso en concreto o de cualquier otra cosa, más que la maestra, que se dedicaba a enseñar. Cómo iba a equivocarse en un número, en algo tan evidente como contar las figuritas de camiseta blanca que aparecían por la pantalla y sumarle la azul y gris del portero, que ese momento tenía que ser Casillas. Una tarea a la que me puso mi hermano para convencerme de mi error. Eran 11 claro. Lo que certificaba que mi profesora no se había visto un partido de fútbol en su vida.
No la culpo. Ella era joven, guapa y creo que le gustaba leer más que nada, pero que aquello del deporte no había sido lo suyo. Nunca había echado un partido de tenis con las amigas ni se había metido entre los niños del recreo a jugar a la pelota. Seguramente, si tenía pareja, tampoco le gustaría el fútbol, o no lo suficiente para que ella se interesara por ver a 22 tíos —24 para ella— corriendo detrás de una pelota.
Pero, en realidad, no pudieron enseñarme entre mi hermano y la maestra una lección más valiosa: la de dudar de todo, de lo que te dicen los mayores con autoridad instructora, de lo que te decían por la tele y hasta de lo que se leía en los libros de texto. Dudar de lo indudable, vamos. Así que comencé a dudar como no lo había hecho hasta entonces, y lo sigo haciendo a día de hoy. Por ello, me permitieron ustedes que dudase durante la campaña electoral, que ya ha cumplido dos años, de los comicios municipales.
Que desconfiase de que en Montilla se fuesen a construir más plazas de aparcamiento en la ciudad, como aseguraba el programa electoral del partido ganador de las elecciones; que se pusiese en marcha el “Plan de Vivienda Deshabitada”; que se procediese “a la culminación” del acceso de la Ronda Norte; de la “Montilla, ciudad del vino 2025”; o el Polígono del Cigarral como “prioridad” del consistorio para el desarrollo industrial montillano. Y, bueno, dos años después de que ganase las elecciones y gobernase el equipo que escribió este programa, creo que hacía bien en dudarlo.

La duda es la madre del conocimiento.
Con estos tipos de polítiquillos no cabe la duda; ya sabemos que nos están mintiendo desde el momento en que abren la boca. Una lástima pero así es.
Me gustan mucho las reflexiones y los detalles que nos regalas de cuando eras pequeño.