??????????

Hay veces —o solo una en la mayoría de casos— en las que a uno le toca cumplir los 24 años. A mí, eso me ha pillado en una Villa de vistas paradisíacas que dan al Mediterráneo de Maratea, con un risotto al fuego y jaleando cada vez que se acaba una botella de vino, que en este caso ha tenido que ser tinto. Mirando como rompen las olas del mar en las rocas desde la piscina, cargando los Aperol con Proseco del mismo color que los atardeceres de ensueño y, todo hay que decirlo, siendo comido por bichos voladores y violadores que se alimentan de mi sangre y cuyo nombre me ahorraré porque un colgado de los que me acompaña se ha inventado un juego por el que uno se toma un chupito nada apetecible cada vez que pronuncia esa palabra y, conociendo a estos cabrones, capaces son de cobrármelo cuando lo vean escrito.

Por una parte me alegra, eso de los 24. Tener años siempre es un valor seguro para espantar a todos aquellos que me rechazaron profesionalmente o que no me tomaron en serio por el simple hecho de ser un joven imberbe que tenía más actitud y aptitudes que ellos. Pero por el otro, me apena. Se me va cayendo poco a poco esa imagen de periodista escritor que todavía huele a leche —como aquel perrete que sujetó Albert Rivera en una de esas campañas electorales que se seguían por afición y no por profesión—; y que viene a comerse el mundo en lugar de dejar que el mundo se lo trague a él.

Pero claro, es que es a los 25 cuando me he propuesto cambiar de vida. Ya saben, pasar de esta mala vida tan buena que me trae por caminos sinuosos que suelen acabar en karaokes en días entre semana pero que dan para historietas curiosas que escribir y contar. Eso de dejar de fumar, beber menos, hacer más —o hacer a secas— ejercicio; priorizar, en fin, esa mala salud de hierro —como la de Sabina— tan olvidada en mis días de horas escasas de sueño. Y hasta entonces, es decir, hasta dentro de 365 días, era el tiempo que tenía de margen para publicar un libro, quizá plantar un árbol, nada de lo otro y muchas otras cosas para las que parece que se agota el tiempo. En fin, ese tipo de cosas que me obsesiona hacer joven para poder decir que las hice con menos tiempo que otros y que en realidad dan un poco igual cuando se hagan.

El caso es que ya son 24, y a partir de un año estaré cada día —si Dios quiere— más cerca del medio siglo que de haber nacido. Y eso no mola demasiado pensarlo, pero es lo que hay y no nos queda otra que cumplir días mientras se desafía a la muerte entre mares picadas, camareros de karaoke que dicen estar dispuestos a arrancarte la cabeza, cruces sin semáforo ni paso de peatones por calles napolitanas o picaduras de criminales mosquitos —mierda, ya lo he dicho, así que me voy echando un chupito, no preocupadse que este corre de mi cuenta— que hacen que quieras arrancarte la piel.

Sintiéndonos indiferentes e importantes al mismo tiempo, capitanes de nuestra vida y hojas movidas por el caprichoso viento de levante, electores de decisiones meditadas y sujetos a merced de monedas que giran en el aire. Dentro de esa tesela insignificante de la que hablaba Antonio Gala, irrelevantes dentro de la maraña de vidas y sensaciones, pero en su sitio. Así que si algo les pido a los 24 es estar en mi sitio, sea cual sea ese que me tiene preparado el de ahí arriba.

Paco Cobos Periodista

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *