
Cada año, la Agencia Tributaria comete errores que acaban costando a los contribuyentes más de 1.000 millones de euros. Así lo señala la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) en un reciente informe, donde analiza el impacto económico de normas fiscales mal diseñadas, procedimientos incorrectos y prácticas administrativas que, lejos de garantizar justicia tributaria, generan una factura millonaria para todos los ciudadanos.
En cualquier otro contexto, este dato levantaría una alarma nacional. Si una empresa privada provocara ese nivel de pérdidas por errores internos, estaríamos hablando de una grave crisis de gestión. Sin embargo, cuando se trata de la Administración Pública —y más concretamente de Hacienda—, la indignación ciudadana parece diluirse entre
el ruido burocrático y una aceptación cultural que normaliza que el contribuyente siempre sea el último eslabón y el que paga la cuenta.
La responsabilidad inversa
La paradoja es evidente: cuando un ciudadano se equivoca al presentar su declaración, aunque sea por un error mínimo, Hacienda atiza fuerte e impone sanciones, recargos e intereses sin casi opción de defensa. No hay margen para la comprensión o la flexibilidad. El principio de “tolerancia cero” se aplica con precisión quirúrgica.
Pero cuando es la propia Administración la que se equivoca —al interpretar una ley de forma incorrecta, aplicar mal un procedimiento o simplemente por fallos estructurales en las normativas—, la consecuencia no es una sanción interna ni una dimisión política. Es una devolución de dinero público con intereses que sale del mismo lugar: el bolsillo del contribuyente.
Este sistema plantea una inquietante inversión de responsabilidades. ¿Por qué se exige al ciudadano una precisión milimétrica que el propio Estado no es capaz de garantizar? ¿Dónde está la simetría en esta relación fiscal?
Las leyes mal hechas también cuestan
El informe de la AIReF no solo habla de errores puntuales, sino de leyes fiscales redactadas de forma ambigua, contradictoria o técnicamente deficiente. Estas normas provocan litigios, inseguridad jurídica e interpretaciones cambiantes que, en muchas ocasiones, acaban siendo corregidas por los tribunales… años después y con un coste
millonario acumulado. Y, para colmo, incluso cuando la Administración pierde, no se le condena en costas, lo que añade una capa más de desigualdad: el contribuyente asume no solo el perjuicio económico del error inicial, sino también los costes del proceso judicial para corregirlo.

La buena legislación tributaria debería aspirar a ser clara, justa y estable. En cambio, asistimos a un entorno legal inestable, donde las reformas fiscales se aprueban con prisas, sin memoria económica solvente, sin estar los sistemas preparado para ello, poca formación de algunos funcionariados para resolver las primeras dudas y a veces incluso sin informes técnicos que respalden su viabilidad.
El resultado no solo es ineficiencia, habría que sumarle desconfianza. Cada error legislativo que deriva en una devolución masiva o en un fallo judicial contra Hacienda erosiona la credibilidad del sistema tributario y debilita el pacto social sobre el que se sostiene el Estado del bienestar.
¿Una cuestión de incentivos?
Tal vez la raíz del problema sea más profunda. Si en la Administración no hay consecuencias personales por los errores —ni técnicas ni políticas—, los incentivos para mejorar se diluyen. Un inspector puede aplicar un criterio incorrecto durante años sin repercusiones. Un ministerio puede diseñar una ley fiscal que luego es tumbada por los
tribunales sin que nadie asuma responsabilidad.
En el sector privado, la rendición de cuentas es una condición de supervivencia. En la Administración, parece más una cuestión opcional. No se trata de buscar culpables individuales, sino de introducir mecanismos de responsabilidad institucional reales, que eviten que los errores sistémicos se conviertan en una carga recurrente para la ciudadanía.
El debate que no se quiere tener
Plantear estas cuestiones en público suele incomodar. A nadie le gusta criticar a la Administración, especialmente en un país con una elevada presión fiscal y una compleja estructura de gestión pública. Pero quizás ha llegado el momento de abrir un debate profundo y honesto sobre el funcionamiento de Hacienda, sus incentivos, sus errores y
su impacto económico real en la sociedad.
No para debilitar el sistema, sino para fortalecerlo. No para evadir obligaciones, sino para garantizar que el contrato fiscal entre ciudadano y Estado se basa en la equidad y la transparencia, no en el miedo y la arbitrariedad.
Porque si no cuestionamos quién paga los errores de Hacienda, seguiremos perpetuando un modelo en el que la balanza siempre se inclina hacia el mismo lado.
Y eso, por definición, no es justicia tributaria