Mis gafas de sol eran negras y me acompañaban a todos lados. Me las había dejado Baltasar debajo del árbol y yo les había prometido casi una vida juntos. Nos íbamos de Montilla a Madrid, de la capital a hacer algún currelo por Osuna, por Ronda, por capitales hispalenses, o por dónde encajasen según los planes que la vida nos tuviese preparados a los plumillas de medio pelo con el ansia de ganarnos la vida con esto de las teclas. En poco tiempo se podría decir que adquirieron tablas, que se curtieron en la calle de la mano de un saltimbanqui de las letras y los micrófonos. Me protegían del solano en mis días de resaca, me aportaban sombra cuando el Lorenzo apuntaba, me refugiaban de los destellos de la vida.

Y claro, como no, yo me las llevé a un viaje playero por la costa portuguesa cuando el gato estaba más adentro en la talega que nunca. Uno de esos en los que sales por discotecas de guiris airados que huelen a pota, a drogas y a sexo desenfadado. Allí —en la costa portuguesa y no en las discotecas de guiris airados— nos dio por hacer Kayak, es decir remar con una barqueja sobre la que Poseidón se echaba unas risas afilando su tridente por el fondo, por las cuevas de un lugar cercano a Albufeira cuyo nombre no recuerdo ni quiero —porque podría buscarlo en Google a pesar de las ínfulas quijotescas de la frasecita— de la mano de un tal Mario de metro noventa de piel azabache que parecía entender los vaivenes de la mar, lo caprichoso del agua y lo peligroso de las rocas punzantes.

Tiramos para adentro entre las olas de la mar picada y las coñas del capitán de pata de palo y el contramaestre de parche en el ojo hasta llegar a una cueva oscura, estrecha y enjuta. Mario, como buen guía de músculos fornidos y decisivo liderazgo, se dedicaba a guiar. Y nos enfundó en la penumbra hasta llegar a una pequeña playa de un par de metros en la que no se veía nada y en las que sobraban las gafas de sol. Los que llegaron —a la pequeña playa—. Porque antes de encallar con la tierra se rió un poco el del tridente y nos vapuleó con un par de olas que casi me dejan sin cuello ni razón y que se llevaron las barcazas de cartón-piedra que se apeaban en la arena, tragándoselas como si no hubiera un mañana y devolviéndolas destartaladamente como armas arrojadizas que surcaban las olas de la desdicha.

Y entre la penumbra y bajo un kayak boca abajo descubrí que ni gafas de sol ni móvil ni cartera ni pamplinas se habían salvado mientras aquel negro guapetón y amable de metro noventa que acabó recomendando pubs de aroma a pota, a drogas y a sexo desenfadado me quitaba de encima el trozaco de plástico que me encorsetaba bajo el agua. Me tiré a por ellas, a por ti, pero, tras un par de revolcones, accedí a llevarme conmigo mi bolsa impermeable con móvil y cartera y perderte a ti, mis gafas de sol; que andarán persiguiéndome entre las rocas, buscándome, odiándome, perdonándome, fusilándome, pensándome, echándome de menos, faltándome de más.

Andarán en la cueva, o en el mar, o vagando entre atunes y tiburones mirones de dientes largos, nadando hasta la costa sur italiana, a ver si me las encuentro en mis vacaciones amalfitanas; pero yo ya he pasado por escaparates de gafas oscuras, por carreteras angostas de deslumbrantes soles; y ya sólo las tengo en el dulce recuerdo de los tiempos pasados.

Paco Cobos Periodista

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