
Tenía yo nueve o diez años y ya me llegaban —por fin— la mano izquierda desde el zoque hasta el traste. Así que ya podía yo armar mi carta a los reyes magos y pedirle a Baltasar una guitarra para aprender a tocarla. Llegó el seis de enero y galopé desde el cuarto hasta el salón, donde aguardabas tú, enfundada en tu estuche negro, elegante. Te saqué y te rasgué por primera vez. Sin ningún tipo de arte ni sentido. Pero con la imaginación de un niño que es niño, que se divisa tocando por bulerías a alguien que supiese entonar el flamenco. Me imaginé en una silla en medio de la fiesta, posando tus sensuales curvas sobre mis muslo derecho.
Y me lancé hacia la calle Zarzuela Alta, donde vivía el Maestro Patillas. Ese hombre me recibía en camisa y en bata, tenía aspecto educado, solemne, la uña del dedo derecho larga para puntear con la guitarra sin necesidad de púa y unas patillas, que, según yo las recuerdo, no eran ni demasiado largas ni demasiado llamativas. Alguien me contó algo después que lo de “patillas” le venía de haber sido barbero, aún así, en su salón no había ni una sola tijera o elemento de peluquería y sí varias guitarras, libros con acordes y un ambiente de arte soberbio.
“En tres meses estás tocando encima de un tablao en las fiestas”, me decía. Y la verdad es que, para mi sorpresa futura, parecía que aquello no se me daba mal. Es difícil recordarlo, incluso pienso que caigo en las garras del tiempo y las alucinaciones de la niñez, que aquello no se me debía dar tan bien cuando ahora no sé ni tocar las palmas. Cuando la palabra traste me suena a trasto, cuando las clavijas ya no son las de la guitarra y sí las del ordenador o los equipos de radio, cuando la única cejilla que conozco es la de la cara.
Seguí a las bravas, yendo un par de veces por semana y tocando los ratitos libres que me dejaban el kárate, el inglés o el fútbol después de hacer los deberes del colegio. En esas, me tuve que quitar varias cosas de encima porque estaba todo el día para arriba y para abajo y, como el inglés era innegociable y el deporte tenía enganchado a un niño que necesitaba correr y desfogar, me quité lo de la guitarra. Dejé de ir a casa del Maestro Patillas, pero la seguía tocando de vez en cuando, sobre todo cuando venían mis abuelos a casa porque a ellos les encantaba verme con la guitarra en el porche, tocando mudo —porque yo ya había descubierto que lo de cantar sí que no era lo mío— y recibiendo su atenta mirada. Esa, la de mi abuelo, Lelo, que, como de costumbre, no tardó en ponerme un apodo nuevo: Solano de la Toba.
Pero pasó el verano de aquel intenso año y volví a las clases dejándote olvidada. En la funda, elegante, cogiendo polvo. Año tras año. Se me olvidaron los acordes y el rasgueo, perdí el ritmo y el oído y te saqué en alguna ocasión de fiesta cuando alguien que medio sabía tocar quería dárselas de guitarrista. Perdiste un par de cuerdas, te quedaste mellada, quien sea hasta te puso celo arriba del mástil. Pasó el tiempo, me fui a la universidad y te quedaste arrinconada, mirándome si es que volvía algún fin de semana, fría, distante. Ahora te he traído conmigo, te he llevado a que te pongan cuerdas nuevas, te he afinado y he sacado un par de acordes mal dados. Te he echado de menos sin saberlo, te he posado sobre mis rodillas de nuevo, de forma torpe, pero ese algo que se ha vuelto a despertar y que reinaba en el chiquillo que aprendía en el salón del Maestro Patillas.
