El montillano, uno de ellos, se encuentra por tierras santanderinas con mono de albero. Fantasea con el capote, las trompetas, el Lorenzo desenfrenado, los abanicos de ajetreo cantado, los sombreros de sombra escasa, los puros de ambiente cargado, las monteras de santo predicado. Pasa por El Sardinero y lo siente plaza más que estadio, posa los pies sobre la playa, que se convierte en un ruedo. Se apea en una taberna, pasa de las gildas, pide banderillas. Se harta a Fino, a Oloroso, a Palo Cortado y hasta tinto bebe. Se acerca al pub, se tira en el medio del coso, se aventa a la farándula teatral. Divisa el patio, se estrecha a la chica con muleta, se ciñe en el engaño, pierde los pasos y suelta símiles taurinos en discotecas de medio pelo que nadie entiende para explicar a su colega que le hace la cobertura —yo te hago el quite por chicuelinas—.

El montillano, otro de ellos, se levanta después de una noche de imaginaciones taurinas, de espacios abiertos en los que los hielos marcaban el derrote, de acostarse a horas prudentes a sabiendas que iba de farol. Se despierta, pasa por la hule, se casca un café y un ibuprofeno. Pilla pancarta y rotu, escribe para que se vea, para que apunten las cámaras de Canal Sur, que todo el mundo sepa la verdad: “Fernando Lovera. Montilla. Estamos contigo”.

Se cuadra a sí mismo, se junta con su terna, recibe al bus a portagayola. Pone camino a Cazalla de la Sierra, acorta terrenos con el municipio sevillano, se bebe una copa de Fino, se ajusta la vestimenta, se pone el sombrero, acaricia el puro del bolsillo. Se acerca a El Pedroso, repone fuerzas, aventura la faena del novillero adelantado, saborea augurio, disfruta del temple previo al sufrimiento. Desparrama la mirada sobre los familiares, semejantes, taurinos, vecinos, amigos. Se encampana ante la tarde, se compincha con su compadre en el chupito-café-copa. Se muere en los nervios y en la tienta, se confía en la suerte, reza lo que sabe, trastea su mente, aguanta el tirón del corazón, hace un quiebro a la razón.
El Montillano, el auténtico, se pone el traje de luces, sale al ruedo con aire cortés, realiza los rituales preliminares. Traje azul, ojos claros, mirada decidida, madre afligida, padre animante. Afición que respalda, amigos que te siguen, primos que te admiran. Acaricia la estampita del Rescatao depositada en la montera, se refleja su peso en su hombro. Costalero decidido, se santigua.

Sus labios balbucean oraciones que piden arte. Se demuestra en el quite. Brinda el novillo a su maestro, se le quiebran los ojos al diestro de Camas, mira igualado el animal esperando su final. Espera el novillo Despacito —como fumándose un purito— desde el centro de la plaza, se enfrenta a las verónicas de un capote que parece deslizarse suavemente en el aire, con música. El Montillano coge la muleta, mete el pie, aguanta el embate, no deja que lo desarmen, mantiene la compostura. Se arma la manoletina y llega el emboque. Personalidad, temple, talante. Carisma.

Se complica la espada. No son nada los aceros habiendo madera de torero y ganas de tallar. Hay futuro, hay promesa, hay torero. A Fernando —al que yo llamaba Fernandito—, ya hay que llamarlo Maestro. Y ya que estamos, si es posible, propongo que directamente se le llame lo que es: Fernando Lovera, El Montillano.

Olé ahí, que no se te pasa ninguna.