Hay gente que es flamenco desde chiquitito. Desde que la parieron y la trajeron al albero. Desde que la abuela le puso la flor que le compró para el pelo. Desde que las manos le llegaban para dar las palmas en la barriga de la madre o las piernas para ponerse de pie y seguirle los movimientos a su compadre. Eso me lo recuerda la flamenca más flamenca de La Caseta del Salmorejo. La niña, mullida y con algo más de un año, me hace carantoñas desde encima de la silla, cuyo respaldo utiliza como baranda.

Yo le hago palmas como si supiera, a sabiendas de que ella todavía no me juzga por no tener ni puñetera idea. Me mira a los ojos y hace el movimiento del arte flamenco: aquello de coger la manzana comérsela y tirarla. Rechaza la croqueta que cariñosamente le da su madre—lo que quiere es bailar sevillanas vestía de gitana—, se tira a la pista de baile, da vueltas sobre las cordobesas guapas que le hacen el juego y se agarra a la tita molona que se bate en duelo entre la tercera y la cuarta sevillana. A esa que viene de Sevilla todas las semanas nada más que para verla a ella, princesa flamenca, sobrina querida, gitana de oro de las ferias cordobesas. El abuelo la mira y le mueve las manos, le lanza besos con los ojos de eterna alegría, le da juego y la enseña a rotar sobre sí misma bajo los farolillos verdes del andalucismo puro.

A lo lejos de la caseta del Salmorejo, taconea una niña con la que parece que es su tía. Ella la guía y la pequeña le hace caso a sus indicaciones. Me apuesto a que la niña, de nombre Aisha, sueña, ni siquiera con moverse como la tía. Sueña con ser la sobrina de la tía, taconeante niña que sabe ya un poquito de esto —mucho más que yo por supuesto— y que corrige su error en la cuarta con arte y galantería, dando un taconazo para atrás, volviendo a las tablas que quedaron en el olvido, cogiendo el impulso del andalucismo en vena, volviendo a la tarea con arte y elegancia. Sueña con ser esa porque para ella todavía es pronto para soñar con ser la mayor.

Sueña con seguir los pasos de los suyos, de su madre que disfruta de la fiesta mientras la mima con dulzura, de la tita molona que, guapa para reventar, se lleva las miradas furtivas de los feriantes enamorados, de los cordobeses sin sombrero, de los corazones palpitantes que laten de reojo hacia ella. Sueña con ser militante de La Villa, con hacer las eternas colas a los pies del Patio de los Naranjos para entrar en La Martina, con negarse a que le roben el mes de abril o los compases de la caseta que lleva el mismo nombre. Con llegar con los tacones hasta la bola de albero, con ser la reina del Cotarro, el centro de aquella caseta que, más que el nombre de una planta o una novela de Cervantes, parece que se lo han puesto en su honor, La Gitanilla.

Con recorrerse las casetas de los partidos con los que probablemente ni si quiera simpatice pero en las que hay rebujito barato, sumergirse en los ambientes de niñas de gitanas con ojos claros, de cordobeses morenos tan estirados como atractivos, de la alegría desenfrenada por parte de los que reciben el último aprobado de la universidad mientras piden la cuarta copa puesta sin dosificador ni rodaja de limón. Con pedir gintonics que saben a agua, hacer el ridículo ante la persona que le gusta, verse como la flamenca más despampanante en el espejo de La Villa. Con pedir una boquilla para fumarse su primer cigarrillo, bailar La Macarena a las 7 de la mañana sin vergüenza ninguna, pasar por un limbo mal hecho entre las manos de dos colegas en El Mantoncillo. Con arrodillarse en busca del pendiente prestado que se perdió entre los compases del albero. Aisha Sueña con vivir la Feria, con bailar sevillanas como nadie, con seguir siendo lo que es, flamenca desde chiquitita.

Un comentario en «Flamenca desde chiquitita»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *